Me llamo Felipe Alcántara Escalante. Mi
padre, Rubén Alcántara Rodríguez, fue el psicoanalista involucrado en el famoso
caso del homicida Rodrigo Morales, quien en un par de días mató a diez personas
con un burdo alfanje ornamental que curiosamente tenía grabada en una de sus
caras la frase «Lucharé si mi dueño lo reclama»; y mi madre, Adelaida
Escalante Soule, una escritora aficionada que se benefició ampliamente con el
trabajo de su esposo, aunque por respeto a él, jamás publicó sus relatos. Hasta
el día de hoy no he conocido otra pareja que se complemente tan bien como
ellos. Mi padre fue ejemplo de formalidad y sobriedad, y mi madre, una soñadora
romántica que vivió en una eterna dieta gracias a su propensión a engordar y
que gozaba recitándonos extractos de poemas durante el desayuno. De pequeño,
para acompañar a mi madre mientras leía sus novelas o escribía sus cuentos, me
sentaba a su lado silenciosamente con mis historietas de ciencia ficción,
policiacas o del viejo oeste.
Hace dos semanas, justo cuando ella
hubiese cumplido ochenta años, bajé al sótano arrastrando su recuerdo. Hurgando
entre sus cosas encontré este relato que, a pesar de no haberlo leído, me recordó
la primer plática que sostuvieron mis padres sobre Rodrigo Morales. Mi madre
tenía la costumbre de adjuntar una pequeña tarjeta de cartón escrita de su puño
en cada una de sus narraciones. La información que contenían dichas tarjetas
era muy variada: un breve prólogo, alguna referencia, la historia detrás del
relato o la inspiración de dónde surgió; a pesar de que en la mayoría de los
casos dichas tarjetas contenían datos que solo mi madre entendía, en otras,
como en la de esta narración, se advierte su intención de que fuese leída por
alguien más.
A continuación, la tarjeta y el relato
que mi madre tituló: Línea Difusa.
Tras una larga cavilación decidí que
la mejor opción para contar esta historia era hacerlo en primera persona, con
el enfoque del protagonista. Los sucesos de los «días sangrientos», como los
bautizó la prensa amarillista, bajo la óptica de un narrador omnisciente se me
escurren entre los dedos dejando un fajo de cuartillas monótonas con olor a
reportaje periodístico de quinta categoría. Fusionando la evidencia policiaca,
las declaraciones de Claudia Sarmiento —pareja sentimental de Rodrigo Morales,
quien un año después fue absuelta de todos los cargos que se le imputaron por
falta de pruebas— y, lo más importante, las sesiones realizadas por el Doctor
Rubén Alcántara Rodríguez durante los pasados meses de abril, mayo y junio; he
logrado ensamblar lo que a mi parecer representa el mapa mental del asesino en
aquellos fatídicos días. Los invito a entrar en la mente de Rodrigo Morales, un
joven de trato amable, educado, reservado e inteligente, con una visión
disfuncional y, a su vez, fascinante del mundo.
RELATO
Todo comenzó aquella gélida madrugada de
enero que vi por primera vez al pequeño pájaro en mi departamento. Desperté desorientado
sobre el sillón de la sala, con los miembros entumidos por el frío y adolorido
por yacer en mala postura. Intenté ver la hora pero en mi muñeca se ceñía el
reloj de mi abuelo, precioso, e inútil en la oscuridad. Era obvio que no había
descansado lo suficiente. Pude haber ido a la cama para aprovechar el tiempo
que restaba antes del alba, pero no lo hice; me arrellané decidido a sacarle el
mejor provecho al sillón que como el reloj era muy bello, pero no estaba
diseñado para dormir en él.
Me seguía acomodando en el sofá cuando
recordé el examen: los largos y sigilosos dedos del sueño me envolvieron
mientras estudiaba. Mis ojos se iban acostumbrando a la negrura cuando
vislumbré mi libro abierto contra el suelo; sus hojas maltratadas y dobladas parecían
instarme a que las redimiera de la molestia que hasta hacía unos instantes
compartíamos. Lo levanté y acomodé sobre la mesita tubular donde mi madre solía
servir el té. «¡Maldición! Ya no podré dormir», pensé.
Eran las cinco de la mañana, el despertador
sonaría en media hora; abatido, con la frente apoyada en las rodillas, no
decidía qué hacer, no quería pensar. Fue cuando miré al pájaro dando brinquitos
sobre la mesa de la cocina.
Una corriente de aire helado que golpeó
mi rostro me hizo voltear hacía la ventana que, como era de suponerse, estaba
abierta.
—¿No deberías estar dormido en un árbol?
¿Sentiste frío o qué? —La pequeña ave me observaba moviendo la cabecita de un
lado a otro—. Anda, ven.
El pajarillo se acercó con cautela y se
posó sobre mi hombro. Sentí unos pequeños pellizcos en la oreja y oí algo que
me hizo callar y aguzar los sentidos... Silencio. Justo deseché la idea cuando,
con la voz de Claudia, escuché decir al pájaro: «¿Lo mataste?».
Mis piernas entumecidas me hicieron caer
estrepitosamente; al voltear hacia arriba mi novia me observaba de pie en la
penumbra.
—¡Casi me matas del susto, mujer!... ¿Qué
demonios haces aquí? ¿Dónde está el ave?
Claudia, impaciente y eludiendo mis
preguntas, reiteró:
—¿Lo mataste, o no?
—¿¡De qué hablas!? —Me ayudó a
incorporarme; estaba muy exaltada.
—Lo dejamos en el cuarto de servicio;
muero de ganas de verlo... ¿Vamos?
En una ocasión, siendo niño, me pasó algo
similar. Estaba soñando y fui consciente de ello dentro del mismo sueño. Amo y
señor de mi entorno fui capaz de hacer todo lo que quería; tenía la fuerza de
un superhéroe, podía volar y desaparecer objetos. Recuerdo haber viajado al
océano y, sumergido hasta lo más hondo, exploré las grutas que me describía mi
abuelo en sus historias. Desafortunadamente llegó el momento en que me
despertaron para ir a la escuela y hasta ese día no me había vuelto a suceder;
era hora de tomar el control. Deseé que Claudia se callara y su boca
desapareció. Presa del pánico, tocaba su rostro con las yemas de los dedos y
abría los ojos desmesuradamente.
—¿Sabes?... Estoy soñando —le dije
mientras le regresaba su boca.
Sorprendida y enojada me dijo:
—Déjate de juegos, no estás soñando...
Anda, vamos, quiero verlo.
El cuarto de servicio estaba en la planta
baja y, mi departamento, en el décimo sexto piso. Cualquier superhombre hubiera
volado a través de la ventana con la chica en brazos; sin embargo, me limité a
cerrar los ojos y, al reabrirlos, estábamos allí. Como si no hubiese pasado
nada fuera de lo normal, Claudia caminó hacia el área de basureros y, mientras
abría las tapas de los contenedores, exclamó:
—Necesito una lámpara, no veo na...
Todas las luces se encendieron antes de
que pudiera terminar la frase; con desdén agregó:
—¡Deja de hacer eso! —Abrió un par de
contenedores más hasta que dijo sorprendida—. ¡Aquí está!
—¿Aquí está qué? —la interpelé, pero como
si no me hubiese escuchado continuó su monólogo.
—¿Lo descuartizaste? ¡Sí!... ¿Dónde está
el cuchillo? Quiero verlo... ¿Usaste un cuchillo, verdad?
Claudia estaba eufórica, tenía medio
cuerpo dentro del contenedor, esperaba mi respuesta. Con molestia me acerqué a
los basureros donde, para mi sorpresa, ¡yacía una pierna ensangrentada! Di un
paso hacia atrás, patiné y caí. Intenté levantarme de aquella superficie
resbalosa. Mis manos estaban llenas de sangre. Todo estaba cubierto con un
fluido viscoso escarlata; daba la impresión de que hubiese llovido sangre allí
dentro. «¿Dónde está lo demás?», seguía preguntándome.
Malhumorado cerré los ojos para regresar
a mi cama; deseaba estar solo, no tenía ánimo de juegos. Una vez en mi lecho la
preocupación por el examen regresó. Repasé mentalmente lo que había estudiado
toda la semana cuando advertí que mi cuarto parecía otro: inusualmente
ordenado, pulcro, ¡todo en su lugar! Me incorporé en la cama y encendí la
lámpara; mi habitación parecía sacada de un catálogo de tienda departamental.
Claudia podría haber limpiado la tarde anterior pero era poco probable, jamás había
hecho algo así.
Unos golpecitos en la ventana me
obligaron a levantarme. Abrí la cortina y distinguí al mismo pajarito de mi
sueño; al verme, se alejó un poco. Creí entender que me invitaba a seguirlo.
Extendí mi brazo inútilmente, ya que insistía en que fuese con él. Azoté la
ventana molesto y regresé a la cama. «Ahora no, enano, déjame dormir», musité.
El despertador sonó al fin. Arrastré los
pies como un zombi a través del cuarto ordenado; en la ducha, la somnolencia se
escurrió por la alcantarilla. Me dirigí a la cocina para preparar café; empero,
tuve que encender la luz: «¿por qué tengo que encender la luz si ya es de
día?», pensé. Me aproximé a la ventana y contemplé con sobresalto el
plenilunio. Me apresuré hacía la puerta y ahí, cerca del apagador, encontré al
pájaro ladeando la cabeza.
—Está bien, creo saber qué quieres —le
dije consternado.
Con solo desearlo me encontré de nuevo,
con el ave posada en mi hombro, frente a los contenedores en el cuarto de
servicio. Mi novia permanecía sentada en el suelo, cabizbaja; al advertir
nuestra presencia levantó la cara y dijo:
—¿Por qué me haces esperar tanto, amor?
Llevo más de dos horas aquí sola.
—Te dije que estaba soñando. ¿No te das
cuenta? —le contesté tranquilo. Se levantó y caminó hacia mí; su rostro
denotaba preocupación.
—El que hayas matado a ese cerdo es para
mí la mayor muestra de amor que pudiste darme. —Deslizó su mano por mi nuca,
acercó su rostro y agregó—: Te amo —. Al momento de besarme el olor a sangre me
provocó nausea; la alejé con ambas manos.
—Está bien, no me crees —le reproché
limpiándome la sangre de los labios con el dorso de la mano.
Mi abuelo solía leerme cuentos por las
noches; uno en particular que trataba de un niño perdido en una cueva me
causaba miedo y excitación. Recuerdo que, mientras el abuelo leía, me
introducía bajo las sábanas con una linterna emulando al protagonista; sin
haberlo deseado me encontré con Claudia dentro de esa cueva. No era una cueva
real: era la caverna que brotó de la imaginación de un niño de cinco años que
nunca había visitado una. Sostenía mi vieja lámpara de mano y, como un eco
lejano, escuchaba la voz de mi abuelo. Mi novia, con expresión inalterada,
seguía de pie frente a mí; inmutable ante el repentino cambio de escenario. Me
haló con enfado hacia una de las paredes de la cueva, con tal ímpetu, que casi
caigo al tropezar con una piedra. Cuando levanté la vista la vi estirar el
brazo y asir la perilla de una puerta invisible que surgió de la nada; nos
condujo de regreso al cuarto de servicio del edificio. Yo llevaba puestas
sandalias y pijama; Claudia me arrebató la linterna y la apagó.
—No sé qué te pasa, Rodrigo... Estás muy
raro. ¿Quieres que vayamos por una cerveza?
Extenuado decidí dejarla controlar mi
sueño.
El reloj despertador repiqueteó de nuevo;
molesto, lo acallé de un manotazo. «¡Este maldito sueño!». Me levanté con un
incesante dolor de cabeza; no obstante, al advertir mi habitual estancia
desordenada, mi ánimo mejoró... A la regadera otra vez.
Odiaba llegar tarde a la facultad, sobre
todo cuando tenía examen. Salí del departamento con una hora de anticipación
para dar un último repaso a mis notas en la biblioteca. Me puse los audífonos y
caminé hacia la estación del metropolitano.
Atravesamos un área donde el subterráneo
no hacía honor a su nombre. Miré pasar los edificios y los autos estancados en
el embotellamiento; debido a la hora, el vagón estaba más lleno que de
costumbre. Leía el periódico de la persona que estaba sentada frente a mí
cuando me percaté de que la gente se empujaba de un lado a otro; había plumas
volando por todos lados y una señora intentaba atrapar un ave que seguramente
se introdujo al furgón por una de las aberturas de ventilación. «¿De dónde
conozco a esa señora?... No, no puede ser», pensé.
Tendría unos doce años cuando recorría
con mis amigos los terrenos baldíos de la colonia llevando un par de rifles de
municiones para dispararle a latas o botellas; yo era el de peor puntería. Un
día advertí una hilera de pájaros sobre un cable de teléfono; al principio no
les hice caso, nunca le había disparado a uno, pero mis amigos insistieron en
que no perdiera la oportunidad: «Son muchos, hasta tú podrás derribar alguno»,
comentó Roque, el mayor de todos. Mi corazón se aceleró. Me senté en la tierra
suelta y apoyé el arma contra mi rodilla; contuve la respiración para
contrarrestar el temblor que recorría mi cuerpo, pero no ayudó mucho. Cuando
sentí que había demorado demasiado tiempo apuntando sin éxito apreté el
gatillo. Las aves volaron despavoridas a causa del estruendo; todas... menos
una.
Experimenté un sentimiento desagradable
mientras el animalito caía: nunca había matado nada que no fuera un insecto.
Mis compañeros corrieron jovialmente a ver la inanimada criatura. Yo no pude
moverme. Juré una y otra vez no volver a disparar contra algo vivo. Mientras el
arrepentimiento ahogaba mi corazón un fuerte jalón de oreja me obligó a
levantarme; una señora histérica me reprochaba tal acción y me preguntaba dónde
vivía. Esa misma señora estaba tratando de capturar al pájaro dentro del vagón.
Claro que eso era imposible, ya que nosotros vivíamos en otro país y, un par de
años después del incidente, nos mudamos debido al trabajo de mi padre.
La señora al fin capturó al indefenso
animal. Lo tomó entre sus manos con delicadeza, lo acarició y le besó la cabeza
y el pico en su afán de tranquilizarlo. Las demás personas se veían aliviadas
después del momento de tensión. La mujer, con aire triunfal, decidió liberar al
ave. Con extremo cuidado sacó las manos por la ventanilla sin percatarse de que
en ese momento ingresábamos en un túnel y, al momento de soltarlo, éste se
estrelló contra la pared. La reacción de la mujer fue tan patética que preferí cambiarme
de lugar.
Ya con el examen en las manos, fui
incapaz de concentrarme.
Debo haber estado a la mitad de las
preguntas cuando levanté la cabeza para masajear mi cuello; menuda sorpresa me
llevé al advertir que todos, incluyendo el profesor, estaban dormidos. Miraba
incrédulo de un lado a otro cuando escuché un golpe que me hizo brincar del
asiento: detrás de mí, un chico se había caído. Supuse que se despertaría, pero
se limitó a acomodarse en el suelo y siguió soñando. Mi mente intentaba
encontrar al menos un atisbo de lógica a lo que sucedía cuando se abrió la
puerta del aula y apareció el director. Era evidente que buscaba algo o a
alguien. Sin detener su paso se plantó frente a mí y, con voz tenue, como si
cuidara el sueño de los demás, me dijo:
—Hola, hijo... ¿Cómo va tu examen?
El director siempre fue muy atento
conmigo debido a que mi padre había sido el deportista más valioso en la
historia de la facultad. La mitad de las medallas y trofeos que ostentaba en la
vitrina de su despacho, eran pasadas glorias de papá. Por otro lado, mi tío fue
un estudiante brillante que ganó las olimpiadas de ciencia el mismo año en que
el director tomó su cargo. Me veía como el sucesor de esa brillante tradición.
—Muy bien, señor director... discul...
—Hijo —me atajó—, tú sabes que hoy es el
día de revisión de casilleros. —Hizo una pausa para estudiar mi reacción y, al
no obtener lo que esperaba, continuó—. Encontraron esto en el tuyo.
De atrás de su espalda sacó una enorme
motosierra.
—Pero, señor... ¡Eso ni siquiera entra en
los casilleros!
—No te preocupes, hijo —dijo apianando la
voz—. Te voy a ayudar. Esta falta ameritaría la expulsión definitiva de la
facultad, pero ¡qué suerte la nuestra!, todos están dormidos. —Bajó aún más la
voz—. Quiero que en este preciso instante vayas a deshacerte de esta cosa y
regreses a terminar tu examen. Eres un buen chico, con un futuro prometedor que
no vamos a arruinar por esta nimiedad; además..., nadie lo notará.
Me entregó la motosierra y con su mano
sobre mi hombro me invitó a salir.
Asomé al pasillo central, que para mi
fortuna, estaba desierto; «¿estaré soñando de nuevo?», pensé. Cerré los ojos y
deseé regresar a mi habitación, pero nada sucedió. Me hubiese tomado demasiado
tiempo ir a dejar la sierra a mi departamento; además, no podía pasearme por la
ciudad cargando semejante herramienta. Recordé que los conserjes seguían con la
revisión de casilleros y me enfilé hacia el jardín de la facultad para esconder
la motosierra con la esperanza de evadir posibles testigos.
La oculté detrás de unos matorrales y
corrí hacia el edificio; me sentía muy alterado y estuve a punto de caer en las
escaleras. Cuando irrumpí en el aula me desconcertó percatarme de que había
regresado a la recepción de mi edificio. Otra vez era de noche.
Escuché la voz de Claudia preguntando por
mí. El portero negaba con la cabeza y la desnudaba con la mirada. Mi novia
—visiblemente incómoda— se dirigió al ascensor. Corrí para alcanzarla pero la
puerta del elevador me ganó. Estuve a punto de propinarle un puñetazo al
portero para desdibujar su sonrisa lujuriosa, pero no lo hice; debía alcanzar a
Claudia lo antes posible. Al ingresar a trancos por la puerta que da a las
escaleras del edificio, un líquido viscoso me hizo resbalar y caer de bruces.
Me llevé las manos al rostro aturdido por el golpe. Parecía sangre, olía a
sangre, pero la oscuridad me impedía cerciorarme y dieciséis pisos me
aguardaban aún.
—Por Dios... ¿Qué te pasó, amor? ¡Mírate!
—Claudia estaba muy asustada.
—Me caí en las escaleras y me golpeé la
cabeza. Toda esta sangre ya estaba en el piso, no es mía. —El dolor de cabeza
era insoportable.
—Debes tener cuidado, cielo, has perdido
mucha sangre con ese golpe... Deberíamos ir a un hospital.
Le arrebaté la toalla con la que me
limpiaba.
—¡Mira! —grité molesto—. ¿Dónde está la
herida? No hay nada.
Me observó incrédula. Una vez se cercioró
de que la sangre no había brotado de mi cabeza, se puso blanca como la nieve.
—Entonces, ¿de quién es la sangre? —Trató
desesperadamente de limpiarse las manchas en su ropa.
—¡Ya te dije que estaba en el piso de las
escaleras del edificio, pero nunca me escuchas!
—Pensé que estabas aturdido por el
golpe... Se te está hinchando el costado de la cara. Voy por las aspirinas y
una bolsa con hielos.
Sentado sobre la tapa del inodoro
reflexioné unos instantes. Todo empezó con ese sueño, y desde entonces, el
mundo parecía una amalgama deforme donde la realidad y la fantasía se fundieron
impidiéndome separar al uno del otro. El dolor de cabeza, sin duda, era real.
Mi novia regresó de la cocina con los
calmantes y el hielo.
—¿Qué te dijo el imbécil del portero? —le
pregunté.
—Nada, cariño, solo que no estabas, ¿por?
—me contestó rehuyéndome la mirada.
—Me molestó la forma como te miraba...
¿Alguna vez te ha faltado al respeto?
—No, amor, nunca. No te preocupes, es
inofensivo.
—¡El examen!... Tengo que irme, ¿me
esperas aquí?
—Sí, cariño, mientras regresas prepararé
algo para comer... ¿No deberías mejor quedarte a descansar?
Abordé un taxi para llegar lo antes
posible a la facultad; seguía siendo de noche.
Había más conserjes que alumnos en los
pasillos. Me apresuré a buscar la motosierra. La tiniebla era tan espesa en el
jardín que tuve que andar a gatas tentando el terreno alfombrado de hojarasca.
No encontré la sierra; en su lugar yacía una especie de sable o espada; pero
estaba muy oscuro y su hoja afilada me cortó cuando intentaba identificarlo.
Sentí el palpitar de mi corazón en la yema del dedo e instintivamente lo llevé
a la boca para restañar el flujo salobre.
Oí pisadas aproximándose. Sabía que el
edificio más antiguo de la facultad estaba a mis espaldas y me apresuré a
entrar por la primera puerta que encontré abierta. Me tranquilizó el completo
silencio al cerrada. Había suficiente luz para recorrer los pasillos de las oficinas
administrativas mientras el conserje se alejaba.
Un leve sonido me detuvo frente a un
cubículo; la puerta estaba entornada y, con sumo cuidado, me asomé. Al
cerciorarme de que no había nadie en la oficina decidí seguir mi exploración,
pero al girar tan cerca de la puerta la golpeé con la espada. El ruido me
asustó a tal grado que dejé caer el alfanje. La puerta se abrió totalmente. Del
interior provenía un aleteo, como el de un murciélago que se dirigía hacia mí.
Cerré los ojos y me dejé caer en posición fetal con las manos en la nuca.
Escuché pequeños brincos y el canto de un ave; abrí los ojos y ahí estaba de
nuevo el pequeño pájaro, ladeando la cabeza como si esperase a que le dijera
algo. «¡Qué susto me diste, enano!», le dije extendiendo el brazo; en un
segundo el ave estaba sobre mi hombro.
Recorrimos el pasillo hasta el fondo; el
patrón era siempre el mismo: una puerta, una ventana, una puerta, una ventana.
Estaba a punto de regresar para salir del edificio cuando el ave empezó a
trinar. Me detuve para saber qué la alteraba. Estábamos frente a otra puerta:
«¿Quieres que entremos?», le pregunté sin obtener respuesta; al poner la mano
en la perilla se tranquilizó: «Está bien, amigo, vamos».
A veinte pasos de distancia se propagaba
una tenue luz. Alcancé a distinguir a alguien tendido sobre el suelo. Tuve la
sensación de que la oficina cambiaba de forma a medida que avanzábamos; las
paredes, e incluso el piso, se apreciaban diferentes; el techo era más alto que
en el pasillo y no había sillas ni escritorios. Al llegar al punto más claro me
di cuenta de que estábamos de nuevo en el cuarto de servicio de mi edificio; en
el piso, en posición supina, yacía muerto el portero. Un considerable charco de
sangre se extendía rodeando su cabeza formando una aureola granate; un intenso
olor a cobre anegaba la estancia carente de ventilación; atisbé un martillo a
dos metros del cuerpo. A pesar de lo grotesco de la escena la encontré cómica.
El pájaro voló de mi hombro, se posó sobre el abultado estómago del portero y,
tras una serie de pequeños brincos, llegó hasta la frente ensangrentada para
propinar varios picotazos en la cara abotargada del cadáver antes de regresar a
mi hombro.
Me disponía a explorar el lugar cuando vi
por el rabillo del ojo a una mujer que pasó justo a mi lado; faltó poco para
que me rozara. Al parecer no se percató de nuestra presencia. Se agachó junto
al cuerpo inerte, tocó con el dorso de la mano su rostro para cerciorarse si
aún respiraba y volteó hacia donde me encontraba diciendo con calma: «Está
frió... Debe llevar varias horas así». En ese momento la reconocí, ¡era una de
mis vecinas! Estuve a punto de responderle cuando pasó por mi otro costado su
esposo ordenándole: «¡No lo toques!... Hay que llamar a la policía cuanto
antes». ¡Ella no se dirigía a mí! ¿Estarían tan desconcertados por el incidente
que no les importó mi presencia? ¿Me habrían visto siquiera?
Mientras la pareja discutía sobre lo que
deberían o no hacer me alejé sigilosamente. Di un paso hacia atrás, después
otro; a mi lado pasaban personas que se dirigían a constatar la escena. Los
reconocí a todos: eran más vecinos que se reunían en torno al occiso para
intercambiar información acerca de ruidos raros, horarios, visitas a horas
inusuales. Tenía la boca seca y sudaba frío; sentía los latidos del corazón en
la sien y un persistente hormigueo en mis brazos y piernas.
Mi espalda chocó al fin contra la pared.
Conté un total de nueve vecinos para quienes aparentemente pasé desapercibido.
El ave sobre mi hombro permaneció muda.
No sabía si aquello era un sueño. No
estaba seguro en qué lado de la línea que separa la realidad de la fantasía me
encontraba. ¿Acaso tendría un pie en cada extremo? Lo que sí tenía certeza era
que yo estaba allí antes de que llegaran todas esas personas, sosteniendo una
espada y no podía permitir que me señalaran por un crimen que no cometí.
Levanté el alfanje con ambas manos, una frase se repetía incesante en mi mente:
«Lucharé si mi dueño lo reclama». No lo permitiría.