5 de mayo de 2016

Página 206

Hace algunos años me pasó algo curioso que cambió mi criterio de lectura; y es que, siempre que iniciaba un libro, sin importar lo bueno o malo que fuese, debía terminarlo. Esto me acarreó muchas decepciones y malos ratos; al grado que no me atrevía a abordar cualquier volumen sin tener la certeza de que, al menos, me resultaría decente.

Uno de esos días en que se conjugan una variedad de factores, un punto de quiebre, el efecto dominó, o como quieran llamarlo, me fue imposible llegar al final de una novela; de esas como hay muchas, simplemente intragable. Anochecía, el calor se replegaba para arremeter con mayor fuerza al día siguiente; yo, sentado en el sillón reclinable donde aprendí a amar la lectura, me arrellané, apoyé la cabeza en el respaldo, y observé las sombras de los árboles en el cielorraso.

No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil, hipnotizado por el vaivén de las siluetas desgarradas; pero debió ser mucho, porque las hojas del libro estaban húmedas y deformadas tras embeber el sudor de mis manos; y entonces, hice lo que no me había atrevido a hacer nunca: cerrar el libro a la mitad —en la página 206 para ser exactos—, sin separador, con la firme intención de olvidarme de él... A partir de ese momento el número está tatuado en mi mente y, cuando lo reencuentro en un libro diferente, me arranca una sonrisa y me recuerda que la lectura debe entretenerme, cultivarme, deleitarme, pero nunca más aburrirme.


En el librero, en espera de una nueva generación que se interese en él, reposa el libro que, aunque no fue capaz de retener mi atención hasta el final, sabe que representó un momento importante en mi vida y, erguido y orgulloso, ocupa un lugar preponderante en lo alto de los estantes donde vigila y alienta a los nuevos ejemplares que, gracias a él, arriban con un futuro incierto.



5 de abril de 2016

La curva (leyenda)

¡Oh, viejo amigo! Qué tristeza me da verte así, Eusebio. No me has reconocido; en treinta años he cambiado mucho; sin embargo tú estás igual, como el día de tu entierro. Sé que me quedan pocos segundos de vida, pronto estaré en el fondo del acantilado. Es una pena que hayas sido tú el culpable de todo, sin saberlo, claro. Tus intenciones eran buenas, siempre lo fueron estando vivo y veo que lo siguen siendo; y yo, que podría remediarlo todo, explicarlo todo, me encuentro volando hacia una muerte segura, lleno de impotencia, la misma impotencia que vi en tus ojos hace unos instantes. Aunque ya no importa; llegué demasiado tarde. Había olvidado lo hermosas que son las noches aquí, lejos de la ciudad, en el desierto...


Cuenta la leyenda que cuando la carretera todavía atravesaba el desierto, había una curva que bordeaba un escarpado donde perdieron la vida innumerables personas. El barranco era tan profundo que resultaba imposible sacar los cuerpos. Dicen que el padre de una chica que pereció en el precipicio, desesperado, intentó bajar por el cadáver de su hija para darle cristiana sepultura; pero nunca regresó. Jamás se han visto tantas cruces juntas en las faldas de un cerro.

Cuando se anunció la construcción de dicha carretera —que comunicaría el pequeño poblado con la costa—, fueron muchos los lugareños que se ofrecieron a trabajar en el proyecto convencidos de que la prosperidad llegaría con el flujo comercial que traería tan importante obra pública. Jorge González González, un joven que estudió ingeniería civil en la capital, sería el responsable del proyecto; todos estaban orgullosos de el único habitante del pueblo que tras estudiar una carrera universitaria había regresado; para asistirlo también regresó Eusebio, amigo del padre de Jorge, un viejo que trabajó durante años en la construcción de caminos y carreteras por todo el país.

Los trabajos duraron tres años. Jorge estaba sorprendido de la habilidad y experiencia de Eusebio y era común que le dijera: «Oye, Eusebio, no sé para qué me trajeron, si tú sabes más que yo»; a lo que Eusebio le contestaba: «Cómo que pa'qué, Jorge, pos si yo sólo soy un viejo mañoso».

Cuando faltaban seis meses para terminar la carretera Jorge regresó a la capital. Le habían ofrecido un trabajo en la Secretaría de Caminos y Puentes y debía acudir de inmediato. Él deseaba quedarse a terminar la obra, pero la gente lo animó, a fin de cuentas el trabajo estaba casi concluido, solo restaba supervisión y para eso estaba el viejo Eusebio. Le organizaron una fiesta de despedida que duró dos días; y así, colmado de bendiciones y buenos deseos, se fue.

El último tramo por construir eran las curvas del acantilado. Eusebio tomaba café en el pórtico de su casa mientras revisaba los planos con su lámpara de queroseno cuando advirtió que una curva, a su parecer, estaba mal. «¡Ah, qué caray!», pensó, «esta curva debería ir pa'l otro lado». Calló para no manchar la reputación del joven ingeniero, pero corrigió la curva.

Jorge tardó treinta años en regresar a su pueblo; el éxito en su profesión lo llevó a construir autopistas por toda América Latina y fueron necesarias unas vacaciones para que viajara a su país a recibir uno de los muchos reconocimientos que adornaban su oficina. Fue entonces cuando escuchó el rumor de la curva de la muerte en una estrecha carretera que ya casi no se usaba por lo peligrosa que era; incluso se había construido recientemente una nueva autopista. Cuál no sería su sorpresa cuando descubrió que esa estrecha vía era la que él había construido para su pueblo; y que la nueva autopista no lo atravesaba. «¿Y qué pasó con el pueblo?», preguntó Jorge al que le contaba la historia; «pues quedó incomunicado y, al parecer, ya nadie vive allí». Fue así como decidió regresar.

Antes de emprender el viaje consultó los planos originales en el archivo histórico de la Secretaría de Caminos y Puentes y, tras una revisión minuciosa, creció su extrañeza al no encontrar ninguna razón para tantos accidentes; ya que las buenas intensiones de Eusebio no quedaron plasmadas en los planos.

Pensó en viajar en autobús, pero ya no transitaban líneas comerciales por la carretera y tuvo que rentar un automóvil.

El pueblo estaba tal y como lo recordaba «ni una casa más, ni una menos», pensó; aunque era evidente el deterioro en el que se encontraba. Algunas viviendas dejaban ver a través de las ventanas sin vidrios una vegetación que, resguardada del sol del desierto, había rajado los pisos y perforado los techos y las paredes de adobe. Recorrió agobiado las veredas, ahora subyugadas por el herbaje, por las que solía correr descalzo o jugar futbol cuando era niño; y no fue hasta que observó la luz trémula de una vela que tímidamente iluminaba una modesta estancia que advirtió que no había postes de luz eléctrica ni de teléfono. La creciente melancolía que sintió al caminar por las rúas que cargaban tantas vivencias se tornó en llanto al evocar el recuerdo de sus amigos, vecinos, su gente. Al cabo de unos minutos dejó atrás las lágrimas para dirigirse a la carretera.


Dice la leyenda que en las noches de luna nueva un viejo recorre la carretera con una lámpara de queroseno. Unos dicen que es un alma en pena que murió allí o alguien que busca a un familiar engullido por el risco. Otros dicen que el anciano hace señales para que los automóviles disminuyan su velocidad; sin embargo, son pocos los que vivieron para contarlo, ya que la mayoría, desaparecieron en el acantilado.



5 de marzo de 2016

Línea difusa

Me llamo Felipe Alcántara Escalante. Mi padre, Rubén Alcántara Rodríguez, fue el psicoanalista involucrado en el famoso caso del homicida Rodrigo Morales, quien en un par de días mató a diez personas con un burdo alfanje ornamental que curiosamente tenía grabada en una de sus caras la frase «Lucharé si mi dueño lo reclama»; y mi madre, Adelaida Escalante Soule, una escritora aficionada que se benefició ampliamente con el trabajo de su esposo, aunque por respeto a él, jamás publicó sus relatos. Hasta el día de hoy no he conocido otra pareja que se complemente tan bien como ellos. Mi padre fue ejemplo de formalidad y sobriedad, y mi madre, una soñadora romántica que vivió en una eterna dieta gracias a su propensión a engordar y que gozaba recitándonos extractos de poemas durante el desayuno. De pequeño, para acompañar a mi madre mientras leía sus novelas o escribía sus cuentos, me sentaba a su lado silenciosamente con mis historietas de ciencia ficción, policiacas o del viejo oeste.

Hace dos semanas, justo cuando ella hubiese cumplido ochenta años, bajé al sótano arrastrando su recuerdo. Hurgando entre sus cosas encontré este relato que, a pesar de no haberlo leído, me recordó la primer plática que sostuvieron mis padres sobre Rodrigo Morales. Mi madre tenía la costumbre de adjuntar una pequeña tarjeta de cartón escrita de su puño en cada una de sus narraciones. La información que contenían dichas tarjetas era muy variada: un breve prólogo, alguna referencia, la historia detrás del relato o la inspiración de dónde surgió; a pesar de que en la mayoría de los casos dichas tarjetas contenían datos que solo mi madre entendía, en otras, como en la de esta narración, se advierte su intención de que fuese leída por alguien más.

A continuación, la tarjeta y el relato que mi madre tituló: Línea Difusa.


Tras una larga cavilación decidí que la mejor opción para contar esta historia era hacerlo en primera persona, con el enfoque del protagonista. Los sucesos de los «días sangrientos», como los bautizó la prensa amarillista, bajo la óptica de un narrador omnisciente se me escurren entre los dedos dejando un fajo de cuartillas monótonas con olor a reportaje periodístico de quinta categoría. Fusionando la evidencia policiaca, las declaraciones de Claudia Sarmiento —pareja sentimental de Rodrigo Morales, quien un año después fue absuelta de todos los cargos que se le imputaron por falta de pruebas— y, lo más importante, las sesiones realizadas por el Doctor Rubén Alcántara Rodríguez durante los pasados meses de abril, mayo y junio; he logrado ensamblar lo que a mi parecer representa el mapa mental del asesino en aquellos fatídicos días. Los invito a entrar en la mente de Rodrigo Morales, un joven de trato amable, educado, reservado e inteligente, con una visión disfuncional y, a su vez, fascinante del mundo.



RELATO

Todo comenzó aquella gélida madrugada de enero que vi por primera vez al pequeño pájaro en mi departamento. Desperté desorientado sobre el sillón de la sala, con los miembros entumidos por el frío y adolorido por yacer en mala postura. Intenté ver la hora pero en mi muñeca se ceñía el reloj de mi abuelo, precioso, e inútil en la oscuridad. Era obvio que no había descansado lo suficiente. Pude haber ido a la cama para aprovechar el tiempo que restaba antes del alba, pero no lo hice; me arrellané decidido a sacarle el mejor provecho al sillón que como el reloj era muy bello, pero no estaba diseñado para dormir en él.

Me seguía acomodando en el sofá cuando recordé el examen: los largos y sigilosos dedos del sueño me envolvieron mientras estudiaba. Mis ojos se iban acostumbrando a la negrura cuando vislumbré mi libro abierto contra el suelo; sus hojas maltratadas y dobladas parecían instarme a que las redimiera de la molestia que hasta hacía unos instantes compartíamos. Lo levanté y acomodé sobre la mesita tubular donde mi madre solía servir el té. «¡Maldición! Ya no podré dormir», pensé.

Eran las cinco de la mañana, el despertador sonaría en media hora; abatido, con la frente apoyada en las rodillas, no decidía qué hacer, no quería pensar. Fue cuando miré al pájaro dando brinquitos sobre la mesa de la cocina.

Una corriente de aire helado que golpeó mi rostro me hizo voltear hacía la ventana que, como era de suponerse, estaba abierta.
—¿No deberías estar dormido en un árbol? ¿Sentiste frío o qué? —La pequeña ave me observaba moviendo la cabecita de un lado a otro—. Anda, ven.

El pajarillo se acercó con cautela y se posó sobre mi hombro. Sentí unos pequeños pellizcos en la oreja y oí algo que me hizo callar y aguzar los sentidos... Silencio. Justo deseché la idea cuando, con la voz de Claudia, escuché decir al pájaro: «¿Lo mataste?».

Mis piernas entumecidas me hicieron caer estrepitosamente; al voltear hacia arriba mi novia me observaba de pie en la penumbra.
—¡Casi me matas del susto, mujer!... ¿Qué demonios haces aquí? ¿Dónde está el ave?
Claudia, impaciente y eludiendo mis preguntas, reiteró:
—¿Lo mataste, o no?
—¿¡De qué hablas!? —Me ayudó a incorporarme; estaba muy exaltada.
—Lo dejamos en el cuarto de servicio; muero de ganas de verlo... ¿Vamos?

En una ocasión, siendo niño, me pasó algo similar. Estaba soñando y fui consciente de ello dentro del mismo sueño. Amo y señor de mi entorno fui capaz de hacer todo lo que quería; tenía la fuerza de un superhéroe, podía volar y desaparecer objetos. Recuerdo haber viajado al océano y, sumergido hasta lo más hondo, exploré las grutas que me describía mi abuelo en sus historias. Desafortunadamente llegó el momento en que me despertaron para ir a la escuela y hasta ese día no me había vuelto a suceder; era hora de tomar el control. Deseé que Claudia se callara y su boca desapareció. Presa del pánico, tocaba su rostro con las yemas de los dedos y abría los ojos desmesuradamente.

—¿Sabes?... Estoy soñando —le dije mientras le regresaba su boca.
Sorprendida y enojada me dijo:
—Déjate de juegos, no estás soñando... Anda, vamos, quiero verlo.

El cuarto de servicio estaba en la planta baja y, mi departamento, en el décimo sexto piso. Cualquier superhombre hubiera volado a través de la ventana con la chica en brazos; sin embargo, me limité a cerrar los ojos y, al reabrirlos, estábamos allí. Como si no hubiese pasado nada fuera de lo normal, Claudia caminó hacia el área de basureros y, mientras abría las tapas de los contenedores, exclamó:
—Necesito una lámpara, no veo na...
Todas las luces se encendieron antes de que pudiera terminar la frase; con desdén agregó:
—¡Deja de hacer eso! —Abrió un par de contenedores más hasta que dijo sorprendida—. ¡Aquí está!
—¿Aquí está qué? —la interpelé, pero como si no me hubiese escuchado continuó su monólogo.
—¿Lo descuartizaste? ¡Sí!... ¿Dónde está el cuchillo? Quiero verlo... ¿Usaste un cuchillo, verdad?

Claudia estaba eufórica, tenía medio cuerpo dentro del contenedor, esperaba mi respuesta. Con molestia me acerqué a los basureros donde, para mi sorpresa, ¡yacía una pierna ensangrentada! Di un paso hacia atrás, patiné y caí. Intenté levantarme de aquella superficie resbalosa. Mis manos estaban llenas de sangre. Todo estaba cubierto con un fluido viscoso escarlata; daba la impresión de que hubiese llovido sangre allí dentro. «¿Dónde está lo demás?», seguía preguntándome.

Malhumorado cerré los ojos para regresar a mi cama; deseaba estar solo, no tenía ánimo de juegos. Una vez en mi lecho la preocupación por el examen regresó. Repasé mentalmente lo que había estudiado toda la semana cuando advertí que mi cuarto parecía otro: inusualmente ordenado, pulcro, ¡todo en su lugar! Me incorporé en la cama y encendí la lámpara; mi habitación parecía sacada de un catálogo de tienda departamental. Claudia podría haber limpiado la tarde anterior pero era poco probable, jamás había hecho algo así.

Unos golpecitos en la ventana me obligaron a levantarme. Abrí la cortina y distinguí al mismo pajarito de mi sueño; al verme, se alejó un poco. Creí entender que me invitaba a seguirlo. Extendí mi brazo inútilmente, ya que insistía en que fuese con él. Azoté la ventana molesto y regresé a la cama. «Ahora no, enano, déjame dormir», musité.


El despertador sonó al fin. Arrastré los pies como un zombi a través del cuarto ordenado; en la ducha, la somnolencia se escurrió por la alcantarilla. Me dirigí a la cocina para preparar café; empero, tuve que encender la luz: «¿por qué tengo que encender la luz si ya es de día?», pensé. Me aproximé a la ventana y contemplé con sobresalto el plenilunio. Me apresuré hacía la puerta y ahí, cerca del apagador, encontré al pájaro ladeando la cabeza.
—Está bien, creo saber qué quieres —le dije consternado.

Con solo desearlo me encontré de nuevo, con el ave posada en mi hombro, frente a los contenedores en el cuarto de servicio. Mi novia permanecía sentada en el suelo, cabizbaja; al advertir nuestra presencia levantó la cara y dijo:
—¿Por qué me haces esperar tanto, amor? Llevo más de dos horas aquí sola.
—Te dije que estaba soñando. ¿No te das cuenta? —le contesté tranquilo. Se levantó y caminó hacia mí; su rostro denotaba preocupación.
—El que hayas matado a ese cerdo es para mí la mayor muestra de amor que pudiste darme. —Deslizó su mano por mi nuca, acercó su rostro y agregó—: Te amo —. Al momento de besarme el olor a sangre me provocó nausea; la alejé con ambas manos.
—Está bien, no me crees —le reproché limpiándome la sangre de los labios con el dorso de la mano.


Mi abuelo solía leerme cuentos por las noches; uno en particular que trataba de un niño perdido en una cueva me causaba miedo y excitación. Recuerdo que, mientras el abuelo leía, me introducía bajo las sábanas con una linterna emulando al protagonista; sin haberlo deseado me encontré con Claudia dentro de esa cueva. No era una cueva real: era la caverna que brotó de la imaginación de un niño de cinco años que nunca había visitado una. Sostenía mi vieja lámpara de mano y, como un eco lejano, escuchaba la voz de mi abuelo. Mi novia, con expresión inalterada, seguía de pie frente a mí; inmutable ante el repentino cambio de escenario. Me haló con enfado hacia una de las paredes de la cueva, con tal ímpetu, que casi caigo al tropezar con una piedra. Cuando levanté la vista la vi estirar el brazo y asir la perilla de una puerta invisible que surgió de la nada; nos condujo de regreso al cuarto de servicio del edificio. Yo llevaba puestas sandalias y pijama; Claudia me arrebató la linterna y la apagó.

—No sé qué te pasa, Rodrigo... Estás muy raro. ¿Quieres que vayamos por una cerveza?
Extenuado decidí dejarla controlar mi sueño.


El reloj despertador repiqueteó de nuevo; molesto, lo acallé de un manotazo. «¡Este maldito sueño!». Me levanté con un incesante dolor de cabeza; no obstante, al advertir mi habitual estancia desordenada, mi ánimo mejoró... A la regadera otra vez.

Odiaba llegar tarde a la facultad, sobre todo cuando tenía examen. Salí del departamento con una hora de anticipación para dar un último repaso a mis notas en la biblioteca. Me puse los audífonos y caminé hacia la estación del metropolitano.

Atravesamos un área donde el subterráneo no hacía honor a su nombre. Miré pasar los edificios y los autos estancados en el embotellamiento; debido a la hora, el vagón estaba más lleno que de costumbre. Leía el periódico de la persona que estaba sentada frente a mí cuando me percaté de que la gente se empujaba de un lado a otro; había plumas volando por todos lados y una señora intentaba atrapar un ave que seguramente se introdujo al furgón por una de las aberturas de ventilación. «¿De dónde conozco a esa señora?... No, no puede ser», pensé.

Tendría unos doce años cuando recorría con mis amigos los terrenos baldíos de la colonia llevando un par de rifles de municiones para dispararle a latas o botellas; yo era el de peor puntería. Un día advertí una hilera de pájaros sobre un cable de teléfono; al principio no les hice caso, nunca le había disparado a uno, pero mis amigos insistieron en que no perdiera la oportunidad: «Son muchos, hasta tú podrás derribar alguno», comentó Roque, el mayor de todos. Mi corazón se aceleró. Me senté en la tierra suelta y apoyé el arma contra mi rodilla; contuve la respiración para contrarrestar el temblor que recorría mi cuerpo, pero no ayudó mucho. Cuando sentí que había demorado demasiado tiempo apuntando sin éxito apreté el gatillo. Las aves volaron despavoridas a causa del estruendo; todas... menos una.

Experimenté un sentimiento desagradable mientras el animalito caía: nunca había matado nada que no fuera un insecto. Mis compañeros corrieron jovialmente a ver la inanimada criatura. Yo no pude moverme. Juré una y otra vez no volver a disparar contra algo vivo. Mientras el arrepentimiento ahogaba mi corazón un fuerte jalón de oreja me obligó a levantarme; una señora histérica me reprochaba tal acción y me preguntaba dónde vivía. Esa misma señora estaba tratando de capturar al pájaro dentro del vagón. Claro que eso era imposible, ya que nosotros vivíamos en otro país y, un par de años después del incidente, nos mudamos debido al trabajo de mi padre.

La señora al fin capturó al indefenso animal. Lo tomó entre sus manos con delicadeza, lo acarició y le besó la cabeza y el pico en su afán de tranquilizarlo. Las demás personas se veían aliviadas después del momento de tensión. La mujer, con aire triunfal, decidió liberar al ave. Con extremo cuidado sacó las manos por la ventanilla sin percatarse de que en ese momento ingresábamos en un túnel y, al momento de soltarlo, éste se estrelló contra la pared. La reacción de la mujer fue tan patética que preferí cambiarme de lugar.

Ya con el examen en las manos, fui incapaz de concentrarme.

Debo haber estado a la mitad de las preguntas cuando levanté la cabeza para masajear mi cuello; menuda sorpresa me llevé al advertir que todos, incluyendo el profesor, estaban dormidos. Miraba incrédulo de un lado a otro cuando escuché un golpe que me hizo brincar del asiento: detrás de mí, un chico se había caído. Supuse que se despertaría, pero se limitó a acomodarse en el suelo y siguió soñando. Mi mente intentaba encontrar al menos un atisbo de lógica a lo que sucedía cuando se abrió la puerta del aula y apareció el director. Era evidente que buscaba algo o a alguien. Sin detener su paso se plantó frente a mí y, con voz tenue, como si cuidara el sueño de los demás, me dijo:
—Hola, hijo... ¿Cómo va tu examen?
El director siempre fue muy atento conmigo debido a que mi padre había sido el deportista más valioso en la historia de la facultad. La mitad de las medallas y trofeos que ostentaba en la vitrina de su despacho, eran pasadas glorias de papá. Por otro lado, mi tío fue un estudiante brillante que ganó las olimpiadas de ciencia el mismo año en que el director tomó su cargo. Me veía como el sucesor de esa brillante tradición.
—Muy bien, señor director... discul...
—Hijo —me atajó—, tú sabes que hoy es el día de revisión de casilleros. —Hizo una pausa para estudiar mi reacción y, al no obtener lo que esperaba, continuó—. Encontraron esto en el tuyo.
De atrás de su espalda sacó una enorme motosierra.
—Pero, señor... ¡Eso ni siquiera entra en los casilleros!
—No te preocupes, hijo —dijo apianando la voz—. Te voy a ayudar. Esta falta ameritaría la expulsión definitiva de la facultad, pero ¡qué suerte la nuestra!, todos están dormidos. —Bajó aún más la voz—. Quiero que en este preciso instante vayas a deshacerte de esta cosa y regreses a terminar tu examen. Eres un buen chico, con un futuro prometedor que no vamos a arruinar por esta nimiedad; además..., nadie lo notará.

Me entregó la motosierra y con su mano sobre mi hombro me invitó a salir.

Asomé al pasillo central, que para mi fortuna, estaba desierto; «¿estaré soñando de nuevo?», pensé. Cerré los ojos y deseé regresar a mi habitación, pero nada sucedió. Me hubiese tomado demasiado tiempo ir a dejar la sierra a mi departamento; además, no podía pasearme por la ciudad cargando semejante herramienta. Recordé que los conserjes seguían con la revisión de casilleros y me enfilé hacia el jardín de la facultad para esconder la motosierra con la esperanza de evadir posibles testigos.

La oculté detrás de unos matorrales y corrí hacia el edificio; me sentía muy alterado y estuve a punto de caer en las escaleras. Cuando irrumpí en el aula me desconcertó percatarme de que había regresado a la recepción de mi edificio. Otra vez era de noche.

Escuché la voz de Claudia preguntando por mí. El portero negaba con la cabeza y la desnudaba con la mirada. Mi novia —visiblemente incómoda— se dirigió al ascensor. Corrí para alcanzarla pero la puerta del elevador me ganó. Estuve a punto de propinarle un puñetazo al portero para desdibujar su sonrisa lujuriosa, pero no lo hice; debía alcanzar a Claudia lo antes posible. Al ingresar a trancos por la puerta que da a las escaleras del edificio, un líquido viscoso me hizo resbalar y caer de bruces. Me llevé las manos al rostro aturdido por el golpe. Parecía sangre, olía a sangre, pero la oscuridad me impedía cerciorarme y dieciséis pisos me aguardaban aún.

—Por Dios... ¿Qué te pasó, amor? ¡Mírate! —Claudia estaba muy asustada.
—Me caí en las escaleras y me golpeé la cabeza. Toda esta sangre ya estaba en el piso, no es mía. —El dolor de cabeza era insoportable.
—Debes tener cuidado, cielo, has perdido mucha sangre con ese golpe... Deberíamos ir a un hospital.
Le arrebaté la toalla con la que me limpiaba.
—¡Mira! —grité molesto—. ¿Dónde está la herida? No hay nada.
Me observó incrédula. Una vez se cercioró de que la sangre no había brotado de mi cabeza, se puso blanca como la nieve.
—Entonces, ¿de quién es la sangre? —Trató desesperadamente de limpiarse las manchas en su ropa.
—¡Ya te dije que estaba en el piso de las escaleras del edificio, pero nunca me escuchas!
—Pensé que estabas aturdido por el golpe... Se te está hinchando el costado de la cara. Voy por las aspirinas y una bolsa con hielos.
Sentado sobre la tapa del inodoro reflexioné unos instantes. Todo empezó con ese sueño, y desde entonces, el mundo parecía una amalgama deforme donde la realidad y la fantasía se fundieron impidiéndome separar al uno del otro. El dolor de cabeza, sin duda, era real.
Mi novia regresó de la cocina con los calmantes y el hielo.
—¿Qué te dijo el imbécil del portero? —le pregunté.
—Nada, cariño, solo que no estabas, ¿por? —me contestó rehuyéndome la mirada.
—Me molestó la forma como te miraba... ¿Alguna vez te ha faltado al respeto?
—No, amor, nunca. No te preocupes, es inofensivo.
—¡El examen!... Tengo que irme, ¿me esperas aquí?
—Sí, cariño, mientras regresas prepararé algo para comer... ¿No deberías mejor quedarte a descansar?


Abordé un taxi para llegar lo antes posible a la facultad; seguía siendo de noche.

Había más conserjes que alumnos en los pasillos. Me apresuré a buscar la motosierra. La tiniebla era tan espesa en el jardín que tuve que andar a gatas tentando el terreno alfombrado de hojarasca. No encontré la sierra; en su lugar yacía una especie de sable o espada; pero estaba muy oscuro y su hoja afilada me cortó cuando intentaba identificarlo. Sentí el palpitar de mi corazón en la yema del dedo e instintivamente lo llevé a la boca para restañar el flujo salobre.

Oí pisadas aproximándose. Sabía que el edificio más antiguo de la facultad estaba a mis espaldas y me apresuré a entrar por la primera puerta que encontré abierta. Me tranquilizó el completo silencio al cerrada. Había suficiente luz para recorrer los pasillos de las oficinas administrativas mientras el conserje se alejaba.

Un leve sonido me detuvo frente a un cubículo; la puerta estaba entornada y, con sumo cuidado, me asomé. Al cerciorarme de que no había nadie en la oficina decidí seguir mi exploración, pero al girar tan cerca de la puerta la golpeé con la espada. El ruido me asustó a tal grado que dejé caer el alfanje. La puerta se abrió totalmente. Del interior provenía un aleteo, como el de un murciélago que se dirigía hacia mí. Cerré los ojos y me dejé caer en posición fetal con las manos en la nuca. Escuché pequeños brincos y el canto de un ave; abrí los ojos y ahí estaba de nuevo el pequeño pájaro, ladeando la cabeza como si esperase a que le dijera algo. «¡Qué susto me diste, enano!», le dije extendiendo el brazo; en un segundo el ave estaba sobre mi hombro.

Recorrimos el pasillo hasta el fondo; el patrón era siempre el mismo: una puerta, una ventana, una puerta, una ventana. Estaba a punto de regresar para salir del edificio cuando el ave empezó a trinar. Me detuve para saber qué la alteraba. Estábamos frente a otra puerta: «¿Quieres que entremos?», le pregunté sin obtener respuesta; al poner la mano en la perilla se tranquilizó: «Está bien, amigo, vamos».

A veinte pasos de distancia se propagaba una tenue luz. Alcancé a distinguir a alguien tendido sobre el suelo. Tuve la sensación de que la oficina cambiaba de forma a medida que avanzábamos; las paredes, e incluso el piso, se apreciaban diferentes; el techo era más alto que en el pasillo y no había sillas ni escritorios. Al llegar al punto más claro me di cuenta de que estábamos de nuevo en el cuarto de servicio de mi edificio; en el piso, en posición supina, yacía muerto el portero. Un considerable charco de sangre se extendía rodeando su cabeza formando una aureola granate; un intenso olor a cobre anegaba la estancia carente de ventilación; atisbé un martillo a dos metros del cuerpo. A pesar de lo grotesco de la escena la encontré cómica. El pájaro voló de mi hombro, se posó sobre el abultado estómago del portero y, tras una serie de pequeños brincos, llegó hasta la frente ensangrentada para propinar varios picotazos en la cara abotargada del cadáver antes de regresar a mi hombro.

Me disponía a explorar el lugar cuando vi por el rabillo del ojo a una mujer que pasó justo a mi lado; faltó poco para que me rozara. Al parecer no se percató de nuestra presencia. Se agachó junto al cuerpo inerte, tocó con el dorso de la mano su rostro para cerciorarse si aún respiraba y volteó hacia donde me encontraba diciendo con calma: «Está frió... Debe llevar varias horas así». En ese momento la reconocí, ¡era una de mis vecinas! Estuve a punto de responderle cuando pasó por mi otro costado su esposo ordenándole: «¡No lo toques!... Hay que llamar a la policía cuanto antes». ¡Ella no se dirigía a mí! ¿Estarían tan desconcertados por el incidente que no les importó mi presencia? ¿Me habrían visto siquiera?

Mientras la pareja discutía sobre lo que deberían o no hacer me alejé sigilosamente. Di un paso hacia atrás, después otro; a mi lado pasaban personas que se dirigían a constatar la escena. Los reconocí a todos: eran más vecinos que se reunían en torno al occiso para intercambiar información acerca de ruidos raros, horarios, visitas a horas inusuales. Tenía la boca seca y sudaba frío; sentía los latidos del corazón en la sien y un persistente hormigueo en mis brazos y piernas.

Mi espalda chocó al fin contra la pared. Conté un total de nueve vecinos para quienes aparentemente pasé desapercibido. El ave sobre mi hombro permaneció muda.

No sabía si aquello era un sueño. No estaba seguro en qué lado de la línea que separa la realidad de la fantasía me encontraba. ¿Acaso tendría un pie en cada extremo? Lo que sí tenía certeza era que yo estaba allí antes de que llegaran todas esas personas, sosteniendo una espada y no podía permitir que me señalaran por un crimen que no cometí. Levanté el alfanje con ambas manos, una frase se repetía incesante en mi mente: «Lucharé si mi dueño lo reclama». No lo permitiría.




5 de febrero de 2016

Atardeció en mi ventana

Raquel fue a recibirme al puerto. La vi a lo lejos, espigada y rubia, de puntillas entre la multitud, buscando mi rostro. Me recordó a Judith, su madre, a quien conocí en una función de teatro. Era el intermedio. Yo estaba en uno de los balcones y ella en la platea; levantaba el cuello y miraba hacia atrás, inquieta. Cuando se reanudó la obra fui a ocupar la butaca vacía a su lado.

—Gracias —dije resollando—. Pensé que no encontraría ningún lugar desocupado.
—Estoy esperando a alguien —dijo sin mirarme.
—Disculpe que se lo diga, pero no creo que la persona que espera vaya a venir.
—¿Y usted cómo lo sabe? ¿Conoce a Roger?
—No tengo idea de quién es Roger, pero sí sé que después del intermedio no se le permite el acceso a nadie. A menos, claro, que su amigo sea el dueño del teatro.
—¡Qué insolente! ¿Y a usted cómo es que lo dejaron entrar?
—Tengo buenos amigos.
—¿Si tiene amigos tan influyentes por qué no le dice al caballero de la puerta que deje entrar a...?
—¿Su novio? —la atajé.
—¿Cómo se atreve? —dijo furiosa.
—De acuerdo. Vamos.

Me puse de pie en el pasillo. Judith tomó su bolso y caminó frente a mí hacía la salida, ignorando el brazo que le ofrecí para guiarla en la oscuridad.

Una vez en la puerta le deslicé un billete al portero sin que ella lo notara y le dije:
—Joven, ¿sería tan amable de permitirle a la señorita asomarse a la calle? Su prometido no llegó a la cita que tenían programada y ella asegura que él está parado en la acera, esperándola.

El muchacho lo meditó un par de segundos, guardó el billete en su bolsillo y abrió una de las puertas. La calle estaba desierta. La furia de Judith se transformó en llanto. La abracé por el hombro, le di mi pañuelo y la llevé al ambigú. Ella pidió un café irlandés y yo una copa de coñac.

Me detuve al lado de mi hija quien, al verme, se colgó de mi cuello. Nos abrazamos largo rato, en silencio, antes de dirigimos a la cafetería del puerto, la favorita de Judith, donde sirven el mejor café que he probado en mi vida.
—Pensé que no vendrías —me dijo Raquel.
—Perdóname —le dije por todas las veces que le había fallado.
—¿Estás bien, papá?
—Sí, cariño, es solo que... Esta maldita isla.
—El hecho de que mamá haya muerto aquí no la hace maldita. —Raquel tomó mi mano—. Ya pasaron siete años, es momento de que dejes su memoria en paz.

Cuando el camarero trajo nuestra orden, Raquel, por un descuido, tiró su bolso; era una de esas carteras enormes que estaban de moda y todo su contenido se desparramó por el suelo. El mesero levantó unas carpetas que puso sobre la mesa, frente a mí. Raquel, a su vez, se volcó al piso para recuperar lo demás. Todo sucedió tan rápido que, cuando intenté ayudarlos, ya habían terminado. Mientras Raquel guardaba sus pertenencias leí la portada de una de las carpetas: «Pasado inmarcesible, de Raquel F».
—¿Es uno de tus trabajos de la universidad, hija?
—No. Es una novela que escribí —contestó ruborizada.
—Eso te convierte en la primera escritora de la familia. Me siento orgulloso de ti.
—Ni siquiera sabes si el libro es bueno o malo.
—El arte es lo más subjetivo del mundo. No importa lo que escribas, siempre habrá a quién le guste y a quién no. El mérito es escribirlo... ¿Cuándo empezaste a escribir?
—El día que cumplí nueve años me llamaste por teléfono, estabas fuera de la ciudad...

—Papá, ¿a qué hora vas a venir? ¡Te vas a perder mi fiesta!
—Lo siento, cariño. No podré llegar.
—Pero si ya sabías que hoy era mi cumpleaños, ¿por qué te fuiste de viaje?
—No tuve opción. De cualquier forma te voy a llevar el mejor de los regalos.
—Te quiero aquí, conmigo.
—No llores, hijita. Te voy a demostrar que estamos muy cerca.
—¿Cómo?
—Desde la ventana del hotel puedo ver un hermoso atardecer, ¿estás en mi recámara?
—Sí.
—Asómate a la ventana y dime lo que ves; así sabremos si estamos viendo la misma puesta de sol.

Según me dijo Raquel, ella fue al balcón a observar el ocaso y corrió de regreso con la imagen impresa en su mente para poder contrastarla con la mía. Ella recordó que, aunque ese día acordamos estar viendo lo mismo, al colgar se tiró en mi cama con los ojos cerrados repasando en su recuerdo aquella imagen. Me aseguró que todavía después de tantos años era capaz de evocar aquella puesta de sol.

Cuando abrió los ojos, esa tarde, pensó en escribir lo que me había dicho para estar segura de haber descrito el atardecer tal y como ella lo había visto. Tomó una de sus libretas y empezó a escribir. Al terminar, se percató de que su descripción dejaba mucho que desear y que tal vez, debido a ello, habíamos estado observando diferentes panoramas. Decidió hacer otro intento, y otro, y otro... Pensaba llamarme de nuevo cuando hubiera capturado con las palabras exactas la misma puesta de sol que vio desde la ventana y que con tanta facilidad se había tatuado en su recuerdo, pero no lo consiguió.

A partir de ese día intentó recrear en palabras las cosas que veía; primero paisajes, insectos, casas y, después, sentimientos, vivencias. Fue un paso natural el inventar sus propias historias, personajes, escenas.
—Espero que te guste, papá. Ya me contarás cuando lo termines.

Raquel, con mano vacilante, deslizó el manuscrito hacia mí. Lo abrí en la primera página y leí su dedicatoria.

Por más que lo intenté no pude recordar esa puesta de sol.