Raquel fue a recibirme al puerto. La vi a lo lejos,
espigada y rubia, de puntillas entre la multitud, buscando mi rostro. Me
recordó a Judith, su madre, a quien conocí en una función de teatro. Era el
intermedio. Yo estaba en uno de los balcones y ella en la platea; levantaba el
cuello y miraba hacia atrás, inquieta. Cuando se reanudó la obra fui a ocupar la
butaca vacía a su lado.
—Gracias —dije resollando—. Pensé que no encontraría
ningún lugar desocupado.
—Estoy esperando a alguien —dijo sin mirarme.
—Disculpe que se lo diga, pero no creo que la persona
que espera vaya a venir.
—¿Y usted cómo lo sabe? ¿Conoce a Roger?
—No tengo idea de quién es Roger, pero sí sé que después
del intermedio no se le permite el acceso a nadie. A menos, claro, que su amigo
sea el dueño del teatro.
—¡Qué insolente! ¿Y a usted cómo es que lo dejaron
entrar?
—Tengo buenos amigos.
—¿Si tiene amigos tan influyentes por qué no le dice
al caballero de la puerta que deje entrar a...?
—¿Su novio? —la atajé.
—¿Cómo se atreve? —dijo furiosa.
—De acuerdo. Vamos.
Me puse de pie en el pasillo. Judith tomó su bolso y
caminó frente a mí hacía la salida, ignorando el brazo que le ofrecí para
guiarla en la oscuridad.
Una vez en la puerta le deslicé un billete al portero
sin que ella lo notara y le dije:
—Joven, ¿sería tan amable de permitirle a la señorita
asomarse a la calle? Su prometido no llegó a la cita que tenían programada y
ella asegura que él está parado en la acera, esperándola.
El muchacho lo meditó un par de segundos, guardó el
billete en su bolsillo y abrió una de las puertas. La calle estaba desierta. La
furia de Judith se transformó en llanto. La abracé por el hombro, le di mi
pañuelo y la llevé al ambigú. Ella pidió un café irlandés y yo una copa de coñac.
Me detuve al lado de mi hija quien, al verme, se colgó
de mi cuello. Nos abrazamos largo rato, en silencio, antes de dirigimos a la
cafetería del puerto, la favorita de Judith, donde sirven el mejor café que he
probado en mi vida.
—Pensé que no vendrías —me dijo Raquel.
—Perdóname —le dije por todas las veces que le había
fallado.
—¿Estás bien, papá?
—Sí, cariño, es solo que... Esta maldita isla.
—El hecho de que mamá haya muerto aquí no la hace
maldita. —Raquel tomó mi mano—. Ya pasaron siete años, es momento de que dejes su
memoria en paz.
Cuando el camarero trajo nuestra orden, Raquel, por un
descuido, tiró su bolso; era una de esas carteras enormes que estaban de moda y
todo su contenido se desparramó por el suelo. El mesero levantó unas carpetas que
puso sobre la mesa, frente a mí. Raquel, a su vez, se volcó al piso para
recuperar lo demás. Todo sucedió tan rápido que, cuando intenté ayudarlos, ya
habían terminado. Mientras Raquel guardaba sus pertenencias leí la portada de
una de las carpetas: «Pasado inmarcesible,
de Raquel F».
—¿Es uno de tus trabajos de la universidad, hija?
—No. Es una novela que escribí —contestó ruborizada.
—Eso te convierte en la primera escritora de la
familia. Me siento orgulloso de ti.
—Ni siquiera sabes si el libro es bueno o malo.
—El arte es lo más subjetivo del mundo. No importa lo
que escribas, siempre habrá a quién le guste y a quién no. El mérito es
escribirlo... ¿Cuándo empezaste a escribir?
—El día que cumplí nueve años me llamaste por
teléfono, estabas fuera de la ciudad...
—Papá, ¿a qué hora vas a venir? ¡Te vas a perder mi
fiesta!
—Lo siento, cariño. No podré llegar.
—Pero si ya sabías que hoy era mi cumpleaños, ¿por qué
te fuiste de viaje?
—No tuve opción. De cualquier forma te voy a llevar el
mejor de los regalos.
—Te quiero aquí, conmigo.
—No llores, hijita. Te voy a demostrar que estamos muy
cerca.
—¿Cómo?
—Desde la ventana del hotel puedo ver un hermoso
atardecer, ¿estás en mi recámara?
—Sí.
—Asómate a la ventana y dime lo que ves; así sabremos
si estamos viendo la misma puesta de sol.
Según me dijo Raquel, ella fue al balcón a observar el
ocaso y corrió de regreso con la imagen impresa en su mente para poder contrastarla
con la mía. Ella recordó que, aunque ese día acordamos estar viendo lo mismo,
al colgar se tiró en mi cama con los ojos cerrados repasando en su recuerdo
aquella imagen. Me aseguró que todavía después de tantos años era capaz de evocar
aquella puesta de sol.
Cuando abrió los ojos, esa tarde, pensó en escribir lo
que me había dicho para estar segura de haber descrito el atardecer tal y como
ella lo había visto. Tomó una de sus libretas y empezó a escribir. Al terminar,
se percató de que su descripción dejaba mucho que desear y que tal vez, debido a
ello, habíamos estado observando diferentes panoramas. Decidió hacer otro
intento, y otro, y otro... Pensaba llamarme de nuevo cuando hubiera capturado
con las palabras exactas la misma puesta de sol que vio desde la ventana y que
con tanta facilidad se había tatuado en su recuerdo, pero no lo consiguió.
A partir de ese día intentó recrear en palabras las
cosas que veía; primero paisajes, insectos, casas y, después, sentimientos,
vivencias. Fue un paso natural el inventar sus propias historias, personajes,
escenas.
—Espero que te guste, papá. Ya me contarás cuando lo
termines.
Raquel, con mano vacilante, deslizó el manuscrito hacia mí. Lo abrí en
la primera página y leí su dedicatoria.
Por más que lo intenté no pude recordar esa
puesta de sol.
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