¡Oh,
viejo amigo! Qué tristeza me da verte así, Eusebio. No me has reconocido; en
treinta años he cambiado mucho; sin embargo tú estás igual, como el día de tu
entierro. Sé que me quedan pocos segundos de vida, pronto estaré en el fondo
del acantilado. Es una pena que hayas sido tú el culpable de todo, sin saberlo,
claro. Tus intenciones eran buenas, siempre lo fueron estando vivo y veo que lo
siguen siendo; y yo, que podría remediarlo todo, explicarlo todo, me encuentro
volando hacia una muerte segura, lleno de impotencia, la misma impotencia que
vi en tus ojos hace unos instantes. Aunque ya no importa; llegué demasiado
tarde. Había olvidado lo hermosas que son las noches aquí, lejos de la ciudad,
en el desierto...
Cuenta
la leyenda que cuando la carretera todavía atravesaba el desierto, había una
curva que bordeaba un escarpado donde perdieron la vida innumerables personas.
El barranco era tan profundo que resultaba imposible sacar los cuerpos. Dicen
que el padre de una chica que pereció en el precipicio, desesperado, intentó
bajar por el cadáver de su hija para darle cristiana sepultura; pero nunca
regresó. Jamás se han visto tantas cruces juntas en las faldas de un cerro.
Cuando
se anunció la construcción de dicha carretera —que comunicaría el pequeño
poblado con la costa—, fueron muchos los lugareños que se ofrecieron a trabajar
en el proyecto convencidos de que la prosperidad llegaría con el flujo
comercial que traería tan importante obra pública. Jorge González González, un
joven que estudió ingeniería civil en la capital, sería el responsable del
proyecto; todos estaban orgullosos de el único habitante del pueblo que tras
estudiar una carrera universitaria había regresado; para asistirlo también
regresó Eusebio, amigo del padre de Jorge, un viejo que trabajó durante años en
la construcción de caminos y carreteras por todo el país.
Los
trabajos duraron tres años. Jorge estaba sorprendido de la habilidad y
experiencia de Eusebio y era común que le dijera: «Oye, Eusebio, no sé para qué
me trajeron, si tú sabes más que yo»; a lo que Eusebio le contestaba: «Cómo que
pa'qué, Jorge, pos si yo sólo soy un viejo mañoso».
Cuando
faltaban seis meses para terminar la carretera Jorge regresó a la capital. Le
habían ofrecido un trabajo en la Secretaría de Caminos y Puentes y debía acudir
de inmediato. Él deseaba quedarse a terminar la obra, pero la gente lo animó, a
fin de cuentas el trabajo estaba casi concluido, solo restaba supervisión y
para eso estaba el viejo Eusebio. Le organizaron una fiesta de despedida que
duró dos días; y así, colmado de bendiciones y buenos deseos, se fue.
El
último tramo por construir eran las curvas del acantilado. Eusebio tomaba café
en el pórtico de su casa mientras revisaba los planos con su lámpara de
queroseno cuando advirtió que una curva, a su parecer, estaba mal. «¡Ah, qué
caray!», pensó, «esta curva debería ir pa'l otro lado». Calló para no
manchar la reputación del joven ingeniero, pero corrigió la curva.
Jorge
tardó treinta años en regresar a su pueblo; el éxito en su profesión lo llevó a
construir autopistas por toda América Latina y fueron necesarias unas
vacaciones para que viajara a su país a recibir uno de los muchos
reconocimientos que adornaban su oficina. Fue entonces cuando escuchó el rumor
de la curva de la muerte en una estrecha carretera que ya casi no se
usaba por lo peligrosa que era; incluso se había construido recientemente una
nueva autopista. Cuál no sería su sorpresa cuando descubrió que esa estrecha
vía era la que él había construido para su pueblo; y que la nueva autopista no
lo atravesaba. «¿Y qué pasó con el pueblo?», preguntó Jorge al que le contaba
la historia; «pues quedó incomunicado y, al parecer, ya nadie vive allí». Fue
así como decidió regresar.
Antes
de emprender el viaje consultó los planos originales en el archivo histórico de
la Secretaría de Caminos y Puentes y, tras una revisión minuciosa, creció su
extrañeza al no encontrar ninguna razón para tantos accidentes; ya que las
buenas intensiones de Eusebio no quedaron plasmadas en los planos.
Pensó
en viajar en autobús, pero ya no transitaban líneas comerciales por la
carretera y tuvo que rentar un automóvil.
El
pueblo estaba tal y como lo recordaba «ni una casa más, ni una menos», pensó;
aunque era evidente el deterioro en el que se encontraba. Algunas viviendas
dejaban ver a través de las ventanas sin vidrios una vegetación que,
resguardada del sol del desierto, había rajado los pisos y perforado los techos
y las paredes de adobe. Recorrió agobiado las veredas, ahora subyugadas por el
herbaje, por las que solía correr descalzo o jugar futbol cuando era niño; y no
fue hasta que observó la luz trémula de una vela que tímidamente iluminaba una
modesta estancia que advirtió que no había postes de luz eléctrica ni de
teléfono. La creciente melancolía que sintió al caminar por las rúas que
cargaban tantas vivencias se tornó en llanto al evocar el recuerdo de sus
amigos, vecinos, su gente. Al cabo de unos minutos dejó atrás las lágrimas para
dirigirse a la carretera.
Dice
la leyenda que en las noches de luna nueva un viejo recorre la carretera con
una lámpara de queroseno. Unos dicen que es un alma en pena que murió allí o
alguien que busca a un familiar engullido por el risco. Otros dicen que el
anciano hace señales para que los automóviles disminuyan su velocidad; sin
embargo, son pocos los que vivieron para contarlo, ya que la mayoría,
desaparecieron en el acantilado.
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