Hace algunos años me pasó
algo curioso que cambió mi criterio de lectura; y es que, siempre que iniciaba
un libro, sin importar lo bueno o malo que fuese, debía terminarlo. Esto me
acarreó muchas decepciones y malos ratos; al grado que no me atrevía a abordar
cualquier volumen sin tener la certeza de que, al menos, me resultaría decente.
Uno de esos días en que se
conjugan una variedad de factores, un punto de quiebre, el efecto dominó, o
como quieran llamarlo, me fue imposible llegar al final de una novela; de esas
como hay muchas, simplemente intragable. Anochecía, el calor se replegaba para
arremeter con mayor fuerza al día siguiente; yo, sentado en el sillón
reclinable donde aprendí a amar la lectura, me arrellané, apoyé la cabeza en el
respaldo, y observé las sombras de los árboles en el cielorraso.
No sé cuánto tiempo permanecí
inmóvil, hipnotizado por el vaivén de las siluetas desgarradas; pero debió ser
mucho, porque las hojas del libro estaban húmedas y deformadas tras embeber el
sudor de mis manos; y entonces, hice lo que no me había atrevido a hacer nunca:
cerrar el libro a la mitad —en la página 206 para ser exactos—, sin separador,
con la firme intención de olvidarme de él... A partir de ese momento el número
está tatuado en mi mente y, cuando lo reencuentro en un libro diferente, me
arranca una sonrisa y me recuerda que la lectura debe entretenerme, cultivarme,
deleitarme, pero nunca más aburrirme.
En el librero, en espera de una nueva generación que se interese
en él, reposa el libro que, aunque no fue capaz de retener mi atención hasta el
final, sabe que representó un momento importante en mi vida y, erguido y
orgulloso, ocupa un lugar preponderante en lo alto de los estantes donde vigila
y alienta a los nuevos ejemplares que, gracias a él, arriban con un futuro
incierto.
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