Había transcurrido un lustro desde el
fallecimiento de mi padre cuando nos vimos en la necesidad de arrendar el ático
—su antigua oficina y guarida— para poder salir adelante con los gastos de la
casa. Debido a que mi madre no había reunido el valor suficiente para subir, el
desván permaneció cerrado durante mucho tiempo; sin embargo, ya no quedaba otra
opción. Recuerdo cómo intentaba reconstruir mentalmente aquella buhardilla
donde mi viejo moraba; no obstante, apenas tenía seis años la última vez que había
subido, las imágenes eran difusas y, salvo algunos detalles como el pequeño
avión que pendía del techo, la fotografía de su servicio militar o el sillón
rojo donde pasaba horas leyendo, era incapaz de reunir los retazos para
ensamblar una estancia tridimensional en mi mente.
Antes de subir armados con paños y escobas,
decidimos echar un vistazo; era mejor tener las manos libres, por si acaso. Mi
madre estaba tan alterada que me ofrecí a ser el primero. A partir de ese
momento, dejó de verme como a un niño.
Ascendimos las escaleras con recelo, como si
esperásemos que alguien nos asustara al llegar a la puerta. Mi madre intentaba
ahogar sus sollozos, pero conforme avanzábamos, se hacían más patentes. A solo
tres peldaños de nuestro destino me detuvo jalándome del brazo. Me observó en
silencio, con semblante decidido y me entregó la llave.
Los goznes de la puerta, una vez liberados
del herrumbre, entonaron un aullido agudo que me pareció ser más de alivio que
de dolor. Lo primero que percibimos fue un denso aroma a papel almacenado, como
el que se aspira en las bibliotecas de las ciudades donde la gente no lee. Mi
madre había cubierto con cartulinas las ventanas cinco años atrás; así que el
cuarto permanecía enfrascado en una negrura casi total.
Permanecimos inmóviles unos instantes en el
umbral permitiendo a nuestros ojos que se acostumbraran a la endeble luz. Poco
a poco el ático fue develando sus tesoros. Con gallardía, mi madre arrancó los
cartones. La estancia, aún colmada con la luz del mediodía, se apreciaba
plomiza debido a la espesa capa de polvo que se había cernido sobre cada rincón
del altillo, que por cierto, era más pequeño que en mis recuerdos.
A medida que inspeccionábamos fueron
emergiendo en forma de destellos algunas vivencias pasadas. Mi madre se
abstenía de tocar los objetos y caminaba con cuidado —no supe si evitaba
ensuciarse o molestar al espíritu de mi padre—. Una vez revisado el ático
enfilé hacia las escaleras diciendo: «Bueno, Ma, vamos a limpiar».
Cuando regresé equipado con los utensilios de
limpieza, descubrí a mi madre absorta en sus pensamientos observando las
fotografías colgadas frente al escritorio; la miré aliviada, esbozaba una
sonrisa que me enterneció y, con el afán de agradarla, le dije: «Ma...
Yo puedo quedarme en este cuarto. Me gustaría dejarlo así como está; además,
los futuros huéspedes estarán más cómodos en mi habitación». Sin darme
oportunidad de soltar las escobas ni el balde, me abrazó diciendo: «Gracias,
hijo».
Ese domingo, con la calma y el cuidado de
arqueólogos, limpiamos el ático. Mi mamá hizo las paces con su pasado y yo
conocí mejor a papá. De vez en cuando nuestra labor se interrumpía con algún
comentario: «Mira, hijo, ven a ver a tu padre cuando estaba en la secundaria»,
o bien: «Aquí están las cartas que le escribí antes de casarnos».
Sacudía el sillón carmesí cuando mi madre se
sentó a mi lado con una caja antigua de puros, la misma que según dijo,
contenía los «tesoros de papá». Destacaban una pluma estilográfica que había
pertenecido a mi abuelo, las mancuernillas que usó el día de su boda, su
alianza y su reloj de pulsera. Algo había en ese reloj que me impedía soltarlo
o apartarle la vista; su carátula redonda y dorada, sus manecillas ocre y una
correa negra de piel deteriorada por el uso. No era una pieza ostentosa, lo
encontré más bien discreto.
—El único reloj que le conocí a tu padre,
hijo. Ahora que lo pienso, solo se lo quitaba para bañarse.
—¿Conoces su historia?
—No, hijo, lo siento. Lo tenía incluso antes
de conocernos y nunca le pregunté sobre él. La semana próxima vendrán tus tíos
a comer y le podremos preguntar a Julián si sabe la historia.
—Pero mira, no funciona —comenté con
decepción.
Mi madre lo tomó, lo acercó a su oreja y lo
agitó con cuidado.
—Tal vez la pila requiera cambio, hijo
—adujo.
—¡Mira, Ma, se mueve! Pero es extraño,
esta manecilla no brinca como las de los relojes que he visto, su movimiento es
continuo.
—Huy, hijo... Yo no sé de esas cosas, pero tu
tío, seguramente sí.
—¿Puedo quedarme con él, mamá?
—¡Claro! Todo lo que hay aquí es tuyo, amor.
Mi tío Julián, con los ojos inyectados de
nostalgia, nos relató la historia poco extraordinaria del reloj. Como cualquier
persona que tiene gusto por algo, mi padre ahorró durante todo un año para comprarlo.
—En aquellos años no existían los movimientos
de cuarzo —nos explicó mi tío—: comprar un reloj representaba un desembolso
importante.
El día del examen de admisión en la facultad
de Derecho, me levanté temprano y desayuné con mi madre para relajarme un poco.
—Estoy segura de que te irá muy bien en tu
prueba. ¡Serás el primer abogado de la familia!
—Espero que sí, Ma... Estoy muy
nervioso.
—¡Vamos, hijo, llevas tres meses estudiando!
No te vayan a traicionar los nervios... Dime, ¿qué hora es?
—Es temprano, Ma —contesté después de
consultar mi reloj—, tengo tiempo incluso de llegar y dar un repaso final.
—No hagas eso, hijo, puedes confundirte.
Mejor piensa en otra cosa.
—¿Crees que a papá le hubiera molestado que
no estudiara ingeniería como él?
Tuve que franquear un gran corro para llegar
al portón de la Universidad, que para mi desconcierto, estaba cerrado. Un
vigilante arisco ignoraba las súplicas de la multitud que esperaba una
oportunidad para ingresar. El custodio se limitaba a señalar el reloj de la
torre principal diciendo: «Mañana habrá segunda vuelta, lleguen temprano».
Sincronicé mi reloj con el de la atalaya; ya
que el mío tenía media hora de retraso. Pensé que tal vez solo le hacía falta
mantenimiento. Al día siguiente me levanté antes del alba, no obstante, llegué
a la facultad apenas cinco minutos antes de que prohibieran el acceso. El
portero consultó la hora con tedio, e indiferente, me permitió ingresar. Me
sorprendí al percatarme de que mi reloj ahora se había atrasado una hora, pero
no le presté atención en ese momento, debía concentrarme en mi evaluación.
Salí del aula eufórico, estaba seguro de que
aprobaría el examen. Me dirigí a la salida buscando el edificio principal para
ajustar mi reloj y me llevé una gran sorpresa: ¡ambos marcaban la misma hora!
Debido a que después de aquel incidente el
reloj funcionó a la perfección, me olvidé del asunto; hasta el día en que
conocí a Viviana y a Cristina.
Durante mis años de estudiante acostumbraba
levantarme antes de la aurora para llegar a tiempo a la Universidad y, en los
días de descanso, dormía sin preocupación hasta tarde. Un sábado de otoño me
despertaron los tibios rayos de sol en el rostro: había olvidado cerrar las
cortinas. Sin embargo, pocas veces tenía la oportunidad de contemplar un
amanecer y aquel me pareció extraordinario; supe que sería un buen día.
Saqué la basura en la mañana y allí, en la
entrada de la casa de Joaquín, estaban sus dos primas. Fueron sus risas las que
me hicieron voltear hacia donde se encontraban. Me quedé paralizado con las
bolsas en las manos como un bicho que sabe que es objeto de escrutinio; sin
darme vuelta, regresé torpemente sobre mis pasos intentando fingir naturalidad.
Una vez dentro, me paré frente al espejo del pasillo y lo comprendí todo. ¿Cómo
no se iban a burlar de mí si estaba despeinado, con la misma bata que había
tenido desde los trece años —que por cierto no tenía el cordón para amarrarla—,
dejando al descubierto mi ropa interior y usando un calcetín negro y el otro
blanco?
—¿Qué te pasa, hijo? Estás pálido... ¿Por qué
volviste a entrar con las bolsas de basura?
—¡Maldición! Solo eso me faltaba.
—¡Hijo! ¡No maldigas por favor! —me reprochó
arrebatándome las bolsas—. Dámelas, yo las saco.
Permanecí obcecado espiando por la mirilla de
la puerta cuando súbitamente Joaquín y las risueñas se acercaron a platicar con
mi madre. Transcurrieron un par de angustiantes minutos hasta que mamá regresó
con una sonrisa que no me gustó nada.
—¡Pícaro! Quieren que los acompañes al cine
esta tarde... ¿Será que ya se acerca el tiempo de que sea abuela?
—¡Mamá!
—¡Ay, hijo! ¿Qué tiene de malo? Tu padre y yo
a tu edad ya éramos novios. Además —agregó exagerando aún más el gesto—, ¡ya
quiero nietos!
Me limité a dar vuelta y subir las escaleras;
antes del primer café del día, carecía de argumentos para discutir.
—¿Hijo?
—¡Ah?
—¿Cuál te gustó más, la rubia o la trigueña?
El fin de semana posterior a la ida al cine
me cité con Viviana —la rubia—, para tomar un café en el centro. Cuando llegué
a la plaza donde están las cafeterías no la encontré por ningún lugar. Me
entretuve paseando aproximadamente media hora con una idea rondando en mi
cabeza. Al fin me decidí a preguntar la hora y comprobé lo que me temía: mi
reloj estaba atrasado.
A partir de ese día descubrí que mi padre se
comunicaba conmigo por medio del reloj. Antes no creía en esas cosas, pero todo
tenía sentido. Primero, el día del examen de admisión —sin duda mi padre
hubiera querido que fuera ingeniero como él—; y ahora, mi cita con Viviana —mi
madre, en una de muchas pláticas, me había mencionado que a mi padre no le
gustaban las rubias—. Caminé hasta encontrar una tienda departamental y compré
un reloj barato de cuarzo; según mi tío Joaquín, esas modernas maquinarias
desechables era más precisas que las de los antiguos relojes mecánicos, y así,
con un reloj en cada muñeca, podría comprobar mis sospechas, solo tenía que
invitar a Cristina —la trigueña, como mi madre— a salir: sí el reloj se
atrasaba, al viejo no le gustaba esa chica para mí, aunque si mis sospechas
eran ciertas, el reloj debería adelantarse en esta ocasión.
Como se imaginarán, el reloj hizo lo propio.
Aquella cita con Cristina fue un desastre; una mezcla de excitación y
melancolía me impidieron dejar de llorar. Cristina, en lugar de alejarse de
aquel muchacho que en su primera cita lloraba como una Magdalena, me trató con
ternura e incluso derramó una lágrima al escuchar la historia de mi padre y el
reloj. Nunca me atreví a contárselo a mi madre, ignoraba qué reacción tendría;
y ya había llorado suficiente la memoria de papá. Eventualmente dejé de usar
dos relojes. Llegué a conocer tan bien el ritmo de las manecillas que fue
innecesario otro parámetro para saber lo que mi padre intentaba comunicarme.
Me encuentro sentado en la poltrona de un
avión que, por alguna razón que desconozco, hizo escala en una ciudad alemana
cuando debió dirigirse a Londres antes de atravesar el Pacífico. Al parecer no
será un retraso significativo; además, estoy acostumbrado a los vuelos largos y
me encuentro feliz leyendo un correo electrónico que me envió Cristina
comunicándome que nuestro tercer hijo, Gustavo, ha dado sus primeros pasos. Me
distrae un pasajero inquieto que —al parecer en flamenco— externa su queja a
una sobrecargo quien, en perfecto inglés lo exhorta a que se siente, ya que el
avión está a punto de despegar. El ciudadano de nacionalidad desconocida,
frustrado, expresa su descontento a la aeromoza señalando con el índice su
muñeca: el gesto universal para pedir la hora. Se enciende la luz que nos
obliga a abrocharnos los cinturones de seguridad. Llevo mi vista al reloj. Sus
manecillas caminan en sentido contrario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario