No
olvidaré la fecha: 12 de enero de 1908, un invierno como pocos. Esa madrugada
desperté entumecido; el cansancio me había vencido mientras leía, y me dormí
sin siquiera taparme con el cobertor. Exhalaba vaho y mis extremidades estaban
petrificadas. Me senté en el catre y empecé a masajear mis rodillas; una vez
reactivada la circulación, me levanté para observar a través de los postigos de
la ventana el cielo ensangrentado y la ciudad cubierta por la nevisca. Me eché
una manta sobre los hombros y salí al pasillo. Vi rescoldos extintos en la
chimenea; no me extrañó, a pesar de que la ciudad de San Luis Potosí era nueva
para mí en aquellos años, ya estaba al tanto de sus cambios abruptos de
temperatura; seguramente la señora Delfina no había considerado necesario
encender el fuego.
Caminé
trémulo hacia las escaleras que daban a la planta baja, pero al llegar al
rellano, me paré en seco intimidado por la oscuridad que impedía ver más allá
de algunos cuantos peldaños. Volteé a los lados buscando en vano una lámpara de
aceite y finalmente, en compañía del atizador —que por lo menos iluminaba mi
valentía—, descendí a tientas hasta la cocina donde abundaban las velas de
cebo. Ahora venía la peor parte: bajar al sótano para conseguir algunos leños.
Como
una extraña encarnación de celador —una vela en la mano izquierda, un atizador
en la derecha, en ropa interior, con una manta sobre los hombros y usando solo
calcetines— abrí la pequeña puerta de madera mohosa que se encontraba en un
extremo de la cocina. Me recibieron un aroma parecido al de los puertos y el
más sepulcral de los silencios; respiré una bocanada de aire denso y bajé los
peldaños húmedos con toda la calma que mis nervios crispados me permitieron. A
cada paso escuchaba la madera podrida rechinando, la queja constante de mi
rodilla derecha y el rugir de mi estómago reclamando algo de alimento; me
sentía como atrapado dentro de una esfera de vidrio.
Levanté
la vela, pero ni así pude iluminar toda la estancia; los objetos apilados
llegaban hasta el techo; el lugar era una fusión entre cueva y tiradero de
enseres inservibles. Para mi alivio, descubrí inmediatamente una pila de leña a
mi izquierda; tan solo a diez pasos de donde me encontraba. Con ánimo renovado
—sin haberme sacudido del todo el miedo—, me encaminé hacia el rimero que
pronto me proporcionaría calor. A pesar de tener los pies empapados, me sentía
cada vez más resuelto; no obstante, nada me prepararía para el sobresalto que
me aguardaba: el peor susto de mi vida.
Escuché
un sonido; apenas un suspiro a mi derecha y, al voltear de golpe, quedé
atónito. Sobre el piso, en posición fetal, yacía un anciano de barbas y
cabellos grises y largos, apenas cubierto con una indumentaria astrosa y
abigarrada; temblaba incesantemente, se veía muy enfermo, como si fuese a morir
en ese instante. Evitaba mi mirada como un animal herido y orgulloso. Ignoro
cuánto tiempo —segundos o minutos— permanecí observándolo, pero al fin
reaccioné y, con una voz desarticulada que ni yo reconocí como propia, le hice
la pregunta más estúpida posible dadas las circunstancias: «¿Se encuentra usted
bien?».
Como
era de esperar no obtuve respuesta; aún así, mi torpeza alcanzó un nivel
superior cuando dije: «No se mueva, enseguida regreso».
Lo
único que discurrí fue ir por la caja con medicamentos que la señora Delfina
guardaba en la alacena, algo de leche y una hogaza.
—Mire,
señor..., traigo estas medicinas, aunque no sé cuál...
El
indigente me impidió terminar la frase; se sentó con dificultad, me arrebató el
cajón y lo acercó a la luz de la vela; leyó una por una las etiquetas de los
frascos; abrió uno y apuró su contenido, se guardó otros dos pomos, tomó el pan
y la leche y se dispuso a comer.
—Me
has salvado la vida, muchacho. ¿Cómo te llamas? —dijo con una voz
inesperadamente refinada.
—Ricardo,
señor.
Inclinó
la cabeza haciendo una reverencia discreta y agregó:
—Pensé
que esta sería mi última noche... Interesante para alguien que no cree en
milagros.
—Y
usted, señor, ¿cómo se llama?
—Deseché
mi nombre hace tiempo, Ricardo; ya ni sé cuánto. Pero puedes llamarme
Ácrata..., me gusta esa palabra.
Limpió
su mano sobre el tapiz de un mueble abandonado y me la tendió con elegancia.
—Mucho
gusto, señor Ácrata... ¿Cómo entró usted aquí?
—Es
una larga historia y estoy muy débil para conversar. —El viejo se quitaba los
restos de pan atorado entre los dientes con los dedos de la mano—. Veo que has
bajado por leña; esta casa sería inhabitable en invierno de no ser por la
chimenea. Anda..., en una semana estaré recuperado y podré contarte, si así lo
deseas, mi historia.
—Sí,
señor.
—Bueno
pues, no se hable más. —Ácrata me ofreció la mano con la que se había limpiado
la boca; dudé unos instantes en estrecharla—. Todavía te quedan unas horas de
descanso; por tu edad intuyo que estás estudiando y no hay nada más importante
en esta vida que la persecución del conocimiento; en siete días, cuando todos
estén durmiendo, me podrás encontrar aquí, y... Ricardo —agregó haciendo una
pausa teatral.
—¿Señor?
—Te
aconsejo, por tu seguridad, que no hables de mí con nadie.
—Sí,
señor... No, señor; quiero decir, no lo haré, señor.
—El
«Señor» está en los cielos, Ricardo... Ja, ja, ja; no es verdad. No hay nada en
el cielo que no sean nubes y aire; me refiero a que hoy te has ganado a un
amigo y los amigos nos tuteamos.
Encendí
el fogón y me senté unos instantes frente a la chimenea para calentarme. Me
sentía bien por haber ayudado al anciano, pero ¿cómo habría llegado allí?
¿Sabría alguien en la hostería sobre su existencia? ¿Era inofensivo? Cavilé
varios minutos al respecto hasta que el sopor me venció.
—¡Criatura
del Señor! —dijo sorprendida la casera al verme dormido en pleno pasillo—.
¡Pobre de ti, seguramente te morías de frío anoche!, y yo que no encendí la
chimenea, pero ¿cómo iba a saber que haría tanto frío en la madrugada? ¡Debes
haber pasado una noche terrible!
—No,
señora Delfina, no se preocupe. —Había pasado una de las peores noches de mi
vida, pero no quise hacerla sentir mal—. Dormí bastante bien.
Apenas
pude terminar mi desayuno. Doña Delfina me consentía con más atenciones que de
costumbre, pero mi apetito, encaprichado, se había ido. Me dediqué a observar
el comportamiento de todos los huéspedes y a ver de reojo la entrada que
conducía hacia Ácrata. Todos se comportaron normalmente y la puerta permaneció
cerrada. ¿Habría sido un sueño?
Pasé
una semana ocupada; entre las clases, las tareas y mis labores de becario,
apenas recordé a Ácrata.
A
la media noche del día pactado me encontraba en mi habitación sentado sobre el
alféizar de la ventana con los brazos cruzados y la mirada perdida en la
oscuridad, esperando escuchar los ronquidos de la señora Delfina para bajar a
cerciorarme de que el viejo en realidad existía o si lo había soñado. Al
percibir la señal esperada me dirigí a las escaleras sigilosamente; llevaba
conmigo una lámpara de aceite, un cortaplumas —uno nunca sabe—, algunas
medicinas y un poco de comida. Tardé una eternidad en bajar los escalones para
llegar a la cocina; los peldaños se empecinaron en delatarme crujiendo como
nunca lo habían hecho; afortunadamente su cometido resultó en vano.
Así
el picaporte pero no lo giré al instante, una duda me embistió. Todo aquel
asunto me pareció repentinamente absurdo; me sentí como un tonto. Tal vez tuve
miedo. Me imaginé ahí parado con la mano en la perilla y me brotó una sonrisa
nerviosa. Por otro lado, ¿podría vivir con la incertidumbre?; además, sabía que
cada vez que me mirara en un espejo vería tatuada en mi frente la palabra
«cobarde». Abrí la puerta y descendí con una valentía forzada por mi orgullo
herido.
—¿Ácrata?
Amigo, ¿estás allí? —musité mientras avanzaba al punto donde lo había
encontrado una semana atrás.
La
ilusión del sueño se desvanecía con cada paso que daba; fui reconociendo
algunos elementos del atiborrado sótano, aunque en esta nueva excursión me di
cuenta de que era más grande de lo que yo lo recordaba. Llegué finalmente al
lugar y, desilusionado, constaté que Ácrata no estaba.
Regresé
a mi habitación y me dejé caer sobre la cama; me sentía cansado y molesto; me
había desvelado en vano. Pasé una noche inquieta; soñé que me quitaban la beca
de la Universidad y que tenía que regresar a mi pueblo —ya que mi padre no
estaba en posibilidad de costearme los estudios—, me veía en el tren de regreso
a casa escogiendo las palabras que usaría para darle la mala noticia a mi
viejo, pero el expreso nunca arribaba a su destino. Todo consistía en ese
momento de angustia, viajando mientras mi alma se iba corroyendo por la
vergüenza.
La
semana siguiente fue de exámenes en la facultad, por lo que no tuve tiempo
siquiera para escribir a mis padres. Ellos no sabían leer, pero mi primo Pedro
iba cada semana a descifrarles aquellos trazos caóticos que formaban palabras y
que mi madre observaba detenidamente tratando de intuir mi estado de ánimo al
momento de escribirlos. Mi padre, por su parte, estaba orgulloso de que su hijo
hubiese sido el primer habitante del pueblo en estudiar en una Universidad; él
no entendía mucho de las cosas que brincaban las fronteras del campo, pero algo
dentro de él le presagiaba que yo llevaría una vida mejor de la que hubiese
obtenido trabajando con el arado.
El
lunes era mi día favorito ya que por la tarde debía encargarme de la
biblioteca. Esto me daba la oportunidad de adelantar en mis trabajos o leer
algún libro cuando no había mucha gente demandando servicios. En una de esas
tardes de lunes en las que ni una sola alma moraba el edificio, me sorprendió
Francisco —otro becario— leyendo un libro de Dickens; venía a relevarme: el
director quería verme.
En
esos años pensaba que el director me veía como a un ser extraño y que me usaba
—para estirarse el cuello en sus reuniones con intelectuales— como ejemplo de
que era posible urbanizar y cultivar el intelecto de la población rural, lo
cual después supe, no era cierto.
—Hola,
Ricardo. Pasa por favor, toma asiento.
—Gracias,
señor, con su permiso. —Me sentía incómodo, nunca había entrado en la
dirección.
—Ricardo.
—A diferencia de los demás profesores al director no le gustaban los rodeos—.
Te he seguido de cerca desde el primer día que llegaste. Tu desempeño como
alumno, tanto como becario, han sido impecables. —Hablaba con una cadencia
perfecta; no era el canturreo falso de los políticos, sino la seguridad de una
persona que sabe lo que está diciendo.
—Gracias,
señor.
—No
me agradezcas, hijo, solo estoy reconociendo tu labor. —Abrió uno de sus
cajones y extrajo un paquete que depositó sobre el escritorio frente a mí—. Me
complace ser la persona que te de la buena noticia de que ya no serás becario;
ayer pasó a visitarme tu tío y pagó todo lo que resta de tu educación; título
incluido.
—¿Mi
tío, señor? —Me sentía confundido; a pesar de que mis padres tenían más de diez
hermanos cada uno, ni apoyándome entre todos habrían sido capaces de reunir
semejante cantidad de dinero.
—Así
es, Ricardo. Toma el paquete; me pidió tu tío que te lo entregara
personalmente. —Se levantó para darme la mano—. Sigue así, muchacho, estoy
seguro de que llegarás lejos.
Esperé
a estar solo en mi habitación para abrir el sobre. Contenía un documento que
avalaba el pago total de los tres años de colegiatura que me restaban —gastos
de titulación incluidos—, una cuenta de ahorros en el banco de la ciudad y una
carta:
Estimado
Ricardo:
Antes
que nada, quiero ofrecerte una disculpa por no haberme presentado a la cita que
teníamos programada hace un par de semanas. Por razones que no podré
explicarte, por tu seguridad y la de otras personas, preferí no acudir.
Espero
que no me tomes a mal que haya cubierto, en su totalidad, el importe de tus
estudios. Considero que un joven de tu edad debe tener tiempo libre para vivir
la vida; además, las dos cosas que me has devuelto son infinitamente más
valiosas; tanto, que ninguna persona que destine su vida a llenar cofres con
monedas podría comprender.
Primero,
me has devuelto la vida que había perdido hace años; y segundo, y más
importante, me hiciste creer de nuevo. Creer que hay gente que actúa
desinteresadamente, creer que no vale la pena arrastrar los sinsabores del
pasado, creer que personas como tú pueden hacer la diferencia. Ahora que te he
conocido me arrepiento de muchas cosas que he escrito, me doy cuenta de que
pude haber envenenado la mente de muchos jóvenes con ojeriza, hostilidad,
agresión. Pero no hay nada que pueda hacer ahora para remediarlo. Por eso
partiré a otro de mis viajes, la diferencia es que de éste, no volveré nunca
más.
No
te puedo obligar pero considero importante que evites averiguar quién soy o
quienes son las personas que me ayudaban. He abierto una cuenta bancaria a tu
nombre con suficiente dinero para que puedas pagar el alquiler de la pensión
por los años que te restan de estudios, y un poco más; estoy contando con que
al menos hagas un doctorado.
Me
despido de ti, querido amigo, deseándote éxito y felicidad; yo por mi parte
guardo una deuda de gratitud que nunca podré pagarte.
Afectuosamente:
Ácrata
Cuando
terminé de leer me quedé estupefacto. La madrugada había reclamado la ciudad y
una neblina clara se arrastraba por las calles reflejando la luz de la luna en
todas direcciones; apenas se divisaban los landós y carruajes, inmóviles, como
si los hubiesen abandonado en la calle. Lo único que se percibía con vida era
la luz del sereno que se deslizaba por la bruma como una luciérnaga solitaria.
Bajé
de nuevo al sótano; la lógica me decía que Ácrata debía entrar y salir por
allí; no podía haber otra explicación. Exploré con calma el lugar, poniendo
especial atención en el piso y las paredes, hasta que vi una vieja estufa
pequeña y herrumbrosa que estaba encajada en los ladrillos de la atestada
covacha; a simple vista se veía como algo normal, pero ¿por qué estaba
empotrada en la pared? Con cuidado y algo de dificultad logré apartarla. Me
sorprendió la estrechez de la cavidad; tuve que arrastrarme para poder entrar
al pasaje, pero una vez dentro, pude desplazarme de pie con facilidad.
Avancé
lentamente por la cueva; la luz de la candileja me iba revelando a cada paso un
corredor serpenteante de paredes rocosas burdamente cinceladas. La caverna
debía contar con varios respiraderos, ya que sentía el roce de un soplo relente
de aire fresco; la temperatura era agradable y el aroma a tierra y yerba mojada
apenas se percibían. Me sentí como el profesor Linderbrock en su expedición al
centro de la tierra.
Al
cabo de caminar alrededor de quince minutos —me sería imposible precisar la
distancia que recorrí—, llegué a una bifurcación. Observé con detenimiento el
suelo de ambos caminos y continué por el que parecía estar más allanado por las
pisadas. Esta segunda sección era más amplia y pude desplazarme a mayor
velocidad; la brújula indicaba que me dirigía al sureste; calculé que debía
encontrarme entre las calles de Vicente Guerrero e Ignacio Zaragoza, pero
pronto disiparía la duda.
Me
sobresalté al llegar a una gran bóveda; sin duda, el lugar donde vivió durante
años Ácrata. Observé pasmado la altura que alcanzaba, debió ser de al menos dos
pisos; con eso confirmé la sensación de descenso que había experimentado
durante todo el trayecto. Al entrar la luz de la lámpara se intensificó debido
a que todas las paredes estaban encaladas. Distinguí un candil en la entrada de
la estancia; mismo que encendí al igual otros cuatro que se encontraban en
puntos estratégicos de la cueva. Al final aquella cámara subterránea se veía
majestuosa, como una ermita tragada por la tierra.
El
decorado era modesto: la cama, una pequeña mesa con un taburete a manera de
silla, algunos muebles aquí y allá, un gran escritorio al centro y una cantidad
inconmensurable de libros salpicados sin un orden aparente por todos los
rincones. Había sectores del socavón en los que incluso los libros apilados
formaban pasillos y otros en los que no había otra opción más que escalar sobre
ellos para llegar a otra sección. Recibí con agrado el aroma tan familiar a
tinta, papel y pegamento de encuadernación.
Por
último, encendí la lámpara que se encontraba sobre el espacioso escritorio de
Ácrata. Identifiqué unos anteojos de lectura, dos máquinas de escribir
Underwood que antaño habían visto sus mejores tiempos, borradores inconclusos
con rimas coléricas y provocadoras, periódicos recientes, algunas plumas
estilográficas, varios dibujos entre otras cosas; pero lo que acaparó mi
atención fue un antiguo mapa de la ciudad en el cual estaban marcados
diferentes túneles —diez en total— que atravesaban sus entrañas: de la esquina
de las calles Madero y Díaz de León —donde se encuentra la casa de huéspedes—
parte un conducto que se abre en dos brazos en la esquina de Iturbide y 5 de
Mayo. La guarida de Ácrata yace tres cuadras al sur —5 de Mayo y Galeana— y
continúa hasta La Alameda. La mayoría de los túneles están conectados en
diferentes puntos. Otros lugares donde inician túneles son: Melchor Ocampo e
Independencia, Arista y Miguel Hidalgo, Manuel José Othón y José María Morelos
y Pavón, entre otros. Sobre el mapa había una pequeña nota:
Ya
que has descubierto el túnel no te será difícil averiguar quién soy. Hay muchas
cosas que no pude llevarme y otras tantas que ya no me interesan, estás en
libertad de conservar lo que quieras, querido amigo.
Ácrata
Fueron
muchas las horas que pasé en ese recinto. La colección de Ácrata era más
extensa e interesante a la que tenía acceso en la Universidad. Conforme pasó el
tiempo fui remodelando el refugio secreto; construí estantes y libreros para
clasificar aquel océano de libros, tarea que me llevó más de tres años. También
leí y clasifiqué los artículos que escribió, con diferentes seudónimos, mi
benefactor; lo que me permitió conocer su parte oscura. Fue solo cuestión de tiempo
indagar quién era Ácrata en realidad, y quiénes los que le servían de contacto
con el mundo exterior. El primero en aparecer fue el director de la facultad;
desde el día en que me entregó el sobre, me saludaba con una sonrisa cómplice.
Aunque nunca hablamos al respecto; pasábamos de largo en los pasillos como dos
extraños.
Ácrata
formó parte de un movimiento político en nuestro país. En aquel entonces, su
partido había logrado mermar la popularidad del gobierno en turno, lo que
desencadenó en una casería de brujas en su contra. Algunos de sus amigos fueron
asesinados, otros tuvieron la fortuna de exiliarse a tiempo, un par de ellos
juró lealtad al partido gobernante y fueron marginados en puestos públicos nada
codiciados; Ácrata se quedó. De joven fue un soñador; todo lo que hizo hasta
ese día había estado enfocado a mejorar el país que tanto amó; no se casó ni
tuvo hijos, intentó llegar al poder para tener la oportunidad de arreglar todo
lo que consideraba que retrasaba el progreso y el bienestar de su gente. No fue
hasta que empezaron a desaparecer sus allegados que se dio cuenta de lo ingenuo
que había sido. Sin embargo, su orgullo y terquedad le impidieron dejar su
ciudad; no podía aceptar el hecho de tener que vivir en otro lugar porque así
lo había decidido un grupo de personas, por lo tanto, se confinó a los túneles.
La
casa de huéspedes fue su hogar hasta el día en que el estado la expropió y
posteriormente la malbarató como sí se tratase de una propiedad embrujada que
nadie quiere comprar. No estoy seguro todavía de quién construyó los túneles,
pero es obvio que ya existían anteriormente ya que su construcción debió llevar
varios años; lo que sí puedo asegurar es que no son los mismos que conectan
subterráneamente a los templos. Ácrata se encargó de cerrar con sus propias
manos todos los accesos menos dos: el que está en el sótano de su casa y el de
La Alameda.
¿Cómo
es que Ácrata sobrevivió tanto tiempo morando en los túneles? La verdad es que
no permanecía allí todo el tiempo, aunque sí la mayoría de él. Aquí es donde
entran en juego las personas que lo conocían y lo ayudaban y que fueron su
contacto con el mundo exterior. En los túneles se dedicó a arremeter con furia
contra el sistema político del país; escribió con varios seudónimos artículos para
diversos periódicos, libros, folletines, discursos contra políticos opositores,
etc. Esto le redituó mucho más dinero del que nunca imaginó y del que jamás le
interesó tener. Es increíble cómo se puede generar tanta riqueza a partir del
odio.
Eventualmente,
cuando se sentía cansado de destilar tanta ira, salía en la madrugada por el
túnel de La Alameda, cruzaba la calle hacia la estación ferroviaria, y se iba
de viaje a cualquier lugar de México. A veces se ausentaba por uno o dos meses,
pero había viajes que se alargaban hasta un año; sin embargo, siempre le
regresaba el sentimiento de hostilidad y tenía que volver a su huesa para
seguir escribiendo.
Un
año antes de terminar mi primer doctorado falleció doña Delfina. La pobre
sucumbió a una extraña enfermedad que la fue apagando poco a poco. En su último
año de vida ya era incapaz de llevar las riendas de la casa; además yo era el
único inquilino restante. Le contraté una enfermera y una sirvienta, quienes le
permitieron, al menos en sus últimos meses, descansar tranquila. La señora
Delfina, a quien consideré mi segunda madre, tenía una hija que vivía en
Querétaro, pero que, por alguna razón que nunca me atreví a preguntar, no
quería saber nada de San Luis Potosí; así que, a la muerte de mi casera, con el
«poco más» de dinero que me dejó Ácrata, compré la casa a su hija. Sin importar
qué argumentos esgrima, nunca he sido capaz de convencer a mis padres de venir
a vivir a la ciudad; los entiendo, es difícil arrancar raíces tan profundas.
Por
lo que a mí respecta sigo esperando el regreso de Ácrata. No sé si vive aún o
en qué lugar se encuentre; nunca intenté rastrearlo. Lo menos que puedo hacer
es respetar su voluntad. Espero siempre a mi amigo por si algún día regresa en
esta, su casa, y en esta, su ciudad, en la que ya no tiene nada
qué temer ni de quién esconderse.
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