Mañana hará veinte años que conocí a Iktan. Desde
entonces, no ha pasado un día en que no lo recuerde. Supuse que con el tiempo
mi desazón se desvanecería, pero estaba equivocado. Lo peor es cuando aparece
en mis sueños; me busca en la bruma, estira su mano, las lágrimas dejan surcos
en sus mejillas ennegrecidas por la tierra, sus pies descalzos sangran sobre la
grava. Intento alcanzarlo, le digo cuán arrepentido estoy, pero una densa
niebla plomiza termina engulléndolo. En ese momento despierto bañado en llanto
y sudor, con violentos escalofríos que sacuden los cimientos de mi consciencia.
Cursaba el tercer año en la Universidad cuando se
desató la guerrilla en el corazón de la selva. Como la mayoría de los
estudiantes de esa época yo creía en las doctrinas románticas y revolucionarias
que profesaban los insurgentes y, para disgusto de mis familiares, abandoné
temporalmente la carrera de filosofía y letras para unirme al movimiento que
pretendía derivar en un país más equilibrado.
Era un viaje largo: tres días en ferrocarril, dos a
lomo de mula y una jornada a pie eran necesarios para llegar al territorio en
conflicto.
Éramos soñadores, aventureros, idealistas. Jóvenes
ingenuos de clase media extendiendo los brazos ansiosos de abarcar el mundo
entero; jugando a ser adultos. No obstante, una semana de carencias e
incomodidades bastó para que la mayoría de los voluntarios regresara a sus
hogares llevando consigo algo más que una anécdota de sobremesa y el orgullo
resquebrajado. No niego que también sentí el impulso regresar, pero por
dignidad, me quedé.
Empuñando azadones, palos y rocas, los indígenas de
rostros cubiertos con sucios paliacates pretendían cambiar el rumbo político y
social de todo un país.
Mi labor consistió en administrar los donativos. La
ayuda proveniente de todos los rincones de la república se apilaba día a día en
una gran choza: comida, ropa, medicinas, armas de fuego... Pensé que sería sencillo, pero pronto
necesité ayuda. Los guerrilleros me permitieron ocupar a cualquier niño no
mayor de ocho años, ya que los demás debían estar listos para pelear en cualquier
momento.
En uno de mis tantos reconocimientos por la selva
presencié una pelea. Un grupo de menores se aventaba de mano en mano un libro
que un niño intentaba recuperar. Al verme allí, se detuvieron. El pequeño
Iktan, con su español machucado, me explicó que ese libro era el único recuerdo
que conservaba de su padre muerto.
Quedé petrificado ante semejante crueldad; sin
embargo, eran solo niños, y la crianza que allí recibían era inclemente.
Los chicos dijeron que Iktan nunca jugaba con ellos y
que estaban hartos de que fingiera estar leyendo aquel puñado de hojas que,
aseguraron, él no entendía. Iktan afirmó que sabía leer y, aprovechando mi
presencia, le exigieron que lo demostrara.
Iktan buscó la primera página del legajo y empezó a
recitar las palabras en un español casi perfecto, aunque mecanizado. Yo no
podía créelo. Articulaba las frases admirablemente bien, con una entonación
correcta y respetando los signos de puntuación.
Los párvulos, al escuchar mi veredicto, se retiraron
humillados.
Mientras sus pequeñas espaldas se perdían en la
espesura, recordé los libros y revistas de segunda mano que llegaban al refugio
diariamente: Iktan podría ayudarme a organizarlos; mientras estuviese ocupado
conmigo, no lo molestarían.
Como todos los huérfanos de la tribu, que no eran
pocos, un grupo de madres adoptivas se encargaba de él. Era un chico agradable
y pronto cobró mi cariño. Al hojear su libro se veía tan concentrado, tan
desconectado de su realidad, que podía imaginarlo junto a su padre aprendiendo
el alfabeto.
Mientras desempacábamos de las cajas los ejemplares
encontré una de mis novelas favoritas. Por alguna extraña razón, sentí un deseo
inexplicable de que Iktan leyera un fragmento para mí. Le indiqué la página, me
tendí en una estera y cerré los ojos. Su suave voz desplazó al silencio. Pero
algo no encajaba. Desconocí por completo las frases que Iktan pronunciaba y me
incorporé para corroborar el párrafo. No coincidía. Cuándo le pregunté qué
estaba leyendo no respondió. Advertí en su rostro inexpresivo una mirada vacía.
«Es que no sé leer», me dijo. Atónito, busqué su libro, lo abrí en una página
cualquiera y se lo entregué. De nuevo percibí su mirada vacua. Repentinamente
regresó a la primera hoja e inició su perfecta dicción. Al llegar al final del
renglón apartó el libro y me dijo con tristeza que su papá se lo leía todas las
noches. Iktan se maravillaba de cómo el libro se comunicaba con su padre a
través de un susurro imperceptible y él, embelesado, escuchaba el resultado de
aquella intrincada e inexplicable comunicación en la voz de su progenitor. Al
cabo de varios meses el chico memorizó cada una de las palabras que el libro se
negaba a revelarle y, con su ejercicio diario, no solo buscaba el recuerdo de
su padre, sino el murmullo secreto que, por más que se esforzaba, era incapaz
de percibir. «El libro no me habla», me dijo frustrado. El candor de Iktan me
dejó inerme. «Yo te voy a enseñar a escucharlo, hijo», le dije apenas
conteniendo el llanto.
Esa madrugada atacó el ejército. Salí expulsado de la
choza al rugido del primer bombazo. Observé desconcertado como los nativos se
internaban en la selva. Un dirigente guerrillero me gritó, antes de perderse
entre los árboles, que corriera hacia la tapia, que esa no era mi lucha y que
no tenía por qué arriesgar mi vida. Entre los destellos distinguí a Iktan:
corría en dirección contraria al resto; justo hacia mí. Se detuvo a cinco
metros de distancia; estaba aterrado y sostenía su libro en espera de que le
dijera algo. Pero nada dije; aturdido, me limité a mirarlo. Pude correr hacia
él, protegerlo y esperar a que nos rescataran; pude haberlo criado como a un
hijo, darle una educación; pero no lo hice. Permanecí inmóvil, incapaz de
reaccionar. Acto seguido, una matrona lo jaló para que se guareciera como los demás.
El tirón fue tan violento que su libro resbaló. Eso me hizo reaccionar. Grité y
corrí en su dirección con todas mis fuerzas, pero fue inútil; un soldado me
detuvo. Forcejeé con él, le supliqué que me liberara, pero no me escuchó.
Pasé un año sumido en la más profunda de las
depresiones; rodeado de doctores y sometido a un sinfín de terapias. Nada
sirvió. Incluso intenté quitarme la vida.
Un día decidí que era suficiente, debía hacer algo al
respecto y regresé a la selva; no obstante, solo encontré un campamento
militar. Nadie me dio informes y los medios de comunicación ocultaron el
ataque. No quedaba vestigio alguno de la comunidad de Iktan.
Han transcurrido casi veinte años. Veinte años de
sufrimiento. Y, aunque la llama de la esperanza se extingue, espero que Iktan
esté vivo en algún lugar. Mi mayor deseo es reunirme con él para enseñarle a
percibir el rumor de los libros; su maravilloso mensaje.
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(Mukul: Encubierto, escondido. T'aan: Lengua, idioma.)
© 2010, Fernando Castellano Ardiles
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