Cada libro tiene su tiempo, su oportunidad, y deben
conjugarse una infinidad de factores para que leamos un volumen en particular.
Agreguemos otra variable: no importa lo rápido que leamos, siempre quedarán
libros en una eterna lista de espera. Podríamos leer un libro diario durante
cincuenta años y, aun así, apenas rascaríamos la superficie de lo que tiene la
literatura para ofrecernos.
Gracias a esta limitación debemos crear nuestros
criterios para descartar libros que, de entrada, suponemos no serán de nuestro
agrado. A manera de ejemplo: si alguien leyó Los pilares de la tierra de
Ken Follet, y no le gustó, sería una terquedad rayana en el masoquismo
intentarlo con La catedral del mar de Ildefonso Falcones.
Nací en la segunda mitad del siglo pasado. Antes de
aficionarme a la lectura, este libro ya era viejo —se publicó en 1897—. Yo era
de las personas —como hay muchas— que identifican al conde Drácula sin haber
leído la novela original; por mis manos pasaron varios libros de vampiros, y vi
diversas adaptaciones para la televisión y la pantalla grande, suponiendo que
todas estaban basadas, en mayor o menor medida, en la novela original. Aún no
sabía que incluso la famosa versión de 1931 estelarizada por Bela Lugosi no
representa fielmente al personaje que creó Bram Stoker, sino que es más bien
una versión comercial y romántica adecuada a los años dorados de industria del
celuloide. Craso error. El mío, no el de Hollywood.
Crecí con películas de vampiros hermosos, seductores,
intrigantes. Imposible evitarlo. En los años noventa invitabas a salir a una
chica y en el cine transmitían Entrevista con el vampiro; ¿cómo
sugerirle que había otras diez salas proyectando otra cosa? Años después
un amigo organiza una reunión en su casa un domingo por la tarde: «Veremos una peli
—te dice—. Te toca comprar los refrescos». ¡Qué bien!, piensas, ya no tendré
que ir a visitar a mi tía Joaquina con mis padres. ¿Y qué es lo que encuentras
al llegar a la reunión? La película de Crepúsculo. ¡Bah! No está mal;
además, todo el mundo dice que es buena... Y la ves. Claro que fue mejor que
soportar a la tía Joaquina, pero sientes que algo no te satisface del todo. Hay
una piedrita en el zapato que crece cada vez que un vampiro se cruza por tu
camino. Llega un punto en el que basta con que alguien mencione el nombre de
Lestat o Edward Cullen para que salgas por la puerta trasera.
Un día visitas tu librería favorita y, tras apartar la
gruesa capa de best sellers que colma las mesas de exhibición, te topas con el
fatídico nombre: Drácula. Y no solo eso, sino que en la portada aparece una
fotografía de Gary Oldman y Keanu Reeves en su interpretación del filme homónimo
de 1992. Vamos, son buenos actores y todo eso, pero ya no más, por favor.
Abandonas el libro para seguir buscando y observas por
el rabillo del ojo que un señor lo toma para examinarlo. Eso te distrae. Te
desconcentra. Ahora estás atento a sus movimientos mientras finges leer la
sinopsis de otras novelas. Debido a que el ejemplar ha sido manoseado por un
sinfín de personas que no lo han comprado, ya no tiene el celofán protector. El
hombre invierte más tiempo de lo normal con el libro y adviertes que lo abre
para leer fragmentos. No lo hace aleatoriamente, es evidente que busca algo
en particular. Te las arreglas para observar con mayor detenimiento al sujeto:
unos cincuenta y cinco años de edad; el cabello y el perfecto bigote de lápiz
totalmente blancos; atuendo sobrio; nariz aguileña y postura erguida: un
caballero. Estás intrigado. Supones que no es el tipo de persona que se
interesaría en una película de vampiros.
Está decidido, le darás otra oportunidad al libro,
pero justo cuando lo piensas, el señor se retira con él bajo el brazo. Demasiado
tarde. Te lamentas mientras buscas otro ejemplar: edición de bolsillo, tapa
dura, lo que sea, pero no encuentras ninguno. Recorres todos los estantes e
incluso pides ayuda a un empleado, sin éxito: era el último.
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Revista Literaria Prosofagia N.º 13– Septiembre 2011
© 2011, Fernando Castellano Ardiles
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