En una calle anónima, inmerso entre los edificios y recodos de la
capital chilena, se encuentra un callejón estrecho surgido a causa de un error
arquitectónico donde moran indigentes, animales callejeros, drogadictos, y el
olor a bazofia y caucho quemado son insoportables. Una llovizna perenne
desuella los muros llevándose a su paso la inmundicia —no así la memoria— de
los ladrillos roídos que se ciñen en torno a dos sombras desvanecidas en la
penumbra. De una de las tres ventanas que asoman al callejón se proyecta la luz
de un televisor olvidado, que apenas salpica con leves destellos grises a los
sujetos.
Uno de los individuos permanece sentado en un charco de agua turbia,
su ropa está desgarrada y ensangrentada como consecuencia de la reciente riña,
sus manos yacen flácidas sobre el pavimento, signo irrebatible de sumisión, de
pérdida. Santiago se encuentra de pie, inmóvil como una estatua, el vaho
emanado de su boca como única señal de vida. La sombra de un contenedor de
basura esconde las facciones del caído, pero no enmudece sus sollozos ni sus
espasmos. Ninguno habla; no queda nada qué decir. Santiago tensa el percutor
del revólver e incrementa la presión de su índice contra el gatillo. Le gusanea
un sudor frío en la nuca y reflexiona: ¿qué hago aquí?
El día que ingresó en la Universidad, Santiago atisbó a la que sería su
esposa. Nunca se había enamorado, pero al observar a aquella joven de cabellos
largos y castaños sentada sobre el césped de uno de los jardines del campus,
supo que ella sería la mujer que lo acompañaría por el resto de sus días. Seis
años después esperaban a su primera hija. Sin embargo, a raíz de una
complicación en el quirófano, el que debió ser el mejor día de su vida se tornó
en el peor. La inflexible Átropos cortó los hilos de la vida a su esposa e hija
mientras Santiago bregaba contra el tráfico del medio día tratando de llegar
hasta ellas; y así, la dicha que suponía sempiterna, aquella que siempre lo
había acompañado, le dio la espalda y se le escurrió entre los dedos sin que
fuese capaz de hacer algo para evitarlo.
Su mente sufrió una dicotomía: todos los recuerdos de su esposa quedaron
aislados en un sector inaccesible de su mente; aunque tenía una vaga idea de su
existencia: la sensación de quien observa la fotografía de un pariente lejano
al que nunca conoció. El mismo día en que fallecieron sus dos amores regresó
puntual a su trabajo para terminar el turno vespertino. Su padre se encargó de
todos los arreglos del sepelio al que Santiago no asistió. Su madre,
preocupada, quiso platicar con su hijo, saber qué pasaba por su cabeza; sin
embargo, su marido la obligó a abstenerse: «¡Déjalo en paz! Que viva el duelo a
su manera», le dijo.
Por temor o comodidad, nadie le mencionaba ese tema. Dejó de frecuentar
a sus amigos y familiares; se convirtió en esclavo de una rutina autoimpuesta
en la que solo tenía cabida su empleo. Cuando terminaba su jornada laboral,
partía a su casa para continuar trabajando hasta que el sueño lo vencía. Su
recámara permaneció como una cápsula del tiempo sellada desde aquel fatídico
día; sobre su mesa de noche yacía un libro inconcluso, un pastillero, una
revista a medio hojear y sus gafas de lectura; y en la de su esposa tan solo
una novela, una fotografía de ambos en el día de su graduación y un vaso seco,
con cercos dejados por el agua que alguna vez contuvo; todo ello bajo una
lámina de polvo que engrosaba cada día.
Una mañana en la que Santiago se dirigía a su trabajo —habían
transcurrido dieciséis años—, un choque que bloqueó la calle lo obligó a detenerse.
Al descender del automóvil para calcular el tiempo que permanecería varado en
el cruce, distinguió entre la multitud a una joven de tez blanca y cabello ocre
ondulado a la que seguramente duplicaba en edad y de quien fue incapaz de
apartar la vista: lo más hermoso que había visto en su vida.
En un momento de inesperada sensibilidad Lánquesis le interpeló a Cloto
el haberle cambiado por tanto tiempo el hilo de oro por el de cáñamo a
Santiago, a lo que Cloto, de mala gana, accedió; no obstante, el nuevo carrete
no era necesariamente dorado.
Desde ese momento Santiago atravesó todos los días el crucero buscando a
la chica que esperaba el autobús. En ocasiones la encontraba charlando con
alguien o sentada leyendo un libro; le divertía contemplar los colores de su
atuendo y su peinado; insignificancias que lo hacían muy feliz. Una mañana en
la que caía una fuerte granizada, orilló su auto y se ofreció a llevarla a su
trabajo; ella —que por cierto se llamaba Carolina— subió al vehículo risueña y,
a partir de entonces, se hizo rutina. A Carolina le agradaba su compañía y el
ahorro del pasaje le resultaba un beneficio aún mayor, ya que el dinero que
ganaba en el Banco era el único ingreso del que disponían en su casa, luego que
su padre abandonó el trabajo y, poco después, a su familia. Carolina apenas
conseguía lo suficiente para la manutención de su madre y su hermanastro.
En una de las tantas charlas efímeras salió a relucir el apellido de
Carolina; en ese momento no le representó nada a Santiago, pero esa noche, por
primera vez desde el accidente, soñó a su esposa: flotaba con el rostro afable
y difuminado, acompañada de algunos fragmentos fugaces de su vida en pareja. Él
recordó el sueño al despertar, pero no lo identificó como algo que en realidad
hubiese vivido.
Con el transcurrir de los días los sueños se hicieron más frecuentes,
los pasajes más extensos y, a los dos meses de recordarla mientras dormía, ella
se dirigió a su esposo: «Santiago, Carolina es nuestra hija».
Despertó sobresaltado, el bloqueo de su mente sucumbió al escuchar la
voz de su mujer; todos los recuerdos, ahora libres, irrumpieron desbocados en
su mente, no hubo nada que aminorara la angustia y el desconsuelo que Santiago
había reprimido por más de quince años.
Permaneció enclaustrado una semana, sobrellevando el duelo postergado
con un único pensamiento recurrente: Carolina tenía el apellido del doctor que
había asesinado a su esposa e hija.
Santiago quita el dedo del gatillo y libera un suspiro; sabe que
asesinar al médico no soluciona nada. La ira cede su paso al sosiego. Deja caer
el arma y se retira sintiendo lástima por aquel alcohólico fracasado. Lo mejor
para el galeno hubiese sido levantar la pistola y quitarse la vida; terminar
con su patética existencia. Sin embargo, mientras Santiago sale del callejón,
se escucha un estruendo que vela momentáneamente el repiqueteo de la lluvia, al
tiempo que siente una violenta ráfaga en la espalda que lo empuja hacia la
calle, acompañada de un dolor intenso. Santiago no voltea, con dificultad sigue
andando...; ya no oye nada.
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