5 de octubre de 2015

Santiago

En una calle anónima, inmerso entre los edificios y recodos de la capital chilena, se encuentra un callejón estrecho surgido a causa de un error arquitectónico donde moran indigentes, animales callejeros, drogadictos, y el olor a bazofia y caucho quemado son insoportables. Una llovizna perenne desuella los muros llevándose a su paso la inmundicia —no así la memoria— de los ladrillos roídos que se ciñen en torno a dos sombras desvanecidas en la penumbra. De una de las tres ventanas que asoman al callejón se proyecta la luz de un televisor olvidado, que apenas salpica con leves destellos grises a los sujetos.

Uno de los individuos permanece sentado en un charco de agua turbia, su ropa está desgarrada y ensangrentada como consecuencia de la reciente riña, sus manos yacen flácidas sobre el pavimento, signo irrebatible de sumisión, de pérdida. Santiago se encuentra de pie, inmóvil como una estatua, el vaho emanado de su boca como única señal de vida. La sombra de un contenedor de basura esconde las facciones del caído, pero no enmudece sus sollozos ni sus espasmos. Ninguno habla; no queda nada qué decir. Santiago tensa el percutor del revólver e incrementa la presión de su índice contra el gatillo. Le gusanea un sudor frío en la nuca y reflexiona: ¿qué hago aquí?


El día que ingresó en la Universidad, Santiago atisbó a la que sería su esposa. Nunca se había enamorado, pero al observar a aquella joven de cabellos largos y castaños sentada sobre el césped de uno de los jardines del campus, supo que ella sería la mujer que lo acompañaría por el resto de sus días. Seis años después esperaban a su primera hija. Sin embargo, a raíz de una complicación en el quirófano, el que debió ser el mejor día de su vida se tornó en el peor. La inflexible Átropos cortó los hilos de la vida a su esposa e hija mientras Santiago bregaba contra el tráfico del medio día tratando de llegar hasta ellas; y así, la dicha que suponía sempiterna, aquella que siempre lo había acompañado, le dio la espalda y se le escurrió entre los dedos sin que fuese capaz de hacer algo para evitarlo.

Su mente sufrió una dicotomía: todos los recuerdos de su esposa quedaron aislados en un sector inaccesible de su mente; aunque tenía una vaga idea de su existencia: la sensación de quien observa la fotografía de un pariente lejano al que nunca conoció. El mismo día en que fallecieron sus dos amores regresó puntual a su trabajo para terminar el turno vespertino. Su padre se encargó de todos los arreglos del sepelio al que Santiago no asistió. Su madre, preocupada, quiso platicar con su hijo, saber qué pasaba por su cabeza; sin embargo, su marido la obligó a abstenerse: «¡Déjalo en paz! Que viva el duelo a su manera», le dijo.

Por temor o comodidad, nadie le mencionaba ese tema. Dejó de frecuentar a sus amigos y familiares; se convirtió en esclavo de una rutina autoimpuesta en la que solo tenía cabida su empleo. Cuando terminaba su jornada laboral, partía a su casa para continuar trabajando hasta que el sueño lo vencía. Su recámara permaneció como una cápsula del tiempo sellada desde aquel fatídico día; sobre su mesa de noche yacía un libro inconcluso, un pastillero, una revista a medio hojear y sus gafas de lectura; y en la de su esposa tan solo una novela, una fotografía de ambos en el día de su graduación y un vaso seco, con cercos dejados por el agua que alguna vez contuvo; todo ello bajo una lámina de polvo que engrosaba cada día.

Una mañana en la que Santiago se dirigía a su trabajo —habían transcurrido dieciséis años—, un choque que bloqueó la calle lo obligó a detenerse. Al descender del automóvil para calcular el tiempo que permanecería varado en el cruce, distinguió entre la multitud a una joven de tez blanca y cabello ocre ondulado a la que seguramente duplicaba en edad y de quien fue incapaz de apartar la vista: lo más hermoso que había visto en su vida.

En un momento de inesperada sensibilidad Lánquesis le interpeló a Cloto el haberle cambiado por tanto tiempo el hilo de oro por el de cáñamo a Santiago, a lo que Cloto, de mala gana, accedió; no obstante, el nuevo carrete no era necesariamente dorado.

Desde ese momento Santiago atravesó todos los días el crucero buscando a la chica que esperaba el autobús. En ocasiones la encontraba charlando con alguien o sentada leyendo un libro; le divertía contemplar los colores de su atuendo y su peinado; insignificancias que lo hacían muy feliz. Una mañana en la que caía una fuerte granizada, orilló su auto y se ofreció a llevarla a su trabajo; ella —que por cierto se llamaba Carolina— subió al vehículo risueña y, a partir de entonces, se hizo rutina. A Carolina le agradaba su compañía y el ahorro del pasaje le resultaba un beneficio aún mayor, ya que el dinero que ganaba en el Banco era el único ingreso del que disponían en su casa, luego que su padre abandonó el trabajo y, poco después, a su familia. Carolina apenas conseguía lo suficiente para la manutención de su madre y su hermanastro.

En una de las tantas charlas efímeras salió a relucir el apellido de Carolina; en ese momento no le representó nada a Santiago, pero esa noche, por primera vez desde el accidente, soñó a su esposa: flotaba con el rostro afable y difuminado, acompañada de algunos fragmentos fugaces de su vida en pareja. Él recordó el sueño al despertar, pero no lo identificó como algo que en realidad hubiese vivido.

Con el transcurrir de los días los sueños se hicieron más frecuentes, los pasajes más extensos y, a los dos meses de recordarla mientras dormía, ella se dirigió a su esposo: «Santiago, Carolina es nuestra hija».

Despertó sobresaltado, el bloqueo de su mente sucumbió al escuchar la voz de su mujer; todos los recuerdos, ahora libres, irrumpieron desbocados en su mente, no hubo nada que aminorara la angustia y el desconsuelo que Santiago había reprimido por más de quince años.

Permaneció enclaustrado una semana, sobrellevando el duelo postergado con un único pensamiento recurrente: Carolina tenía el apellido del doctor que había asesinado a su esposa e hija.


Santiago quita el dedo del gatillo y libera un suspiro; sabe que asesinar al médico no soluciona nada. La ira cede su paso al sosiego. Deja caer el arma y se retira sintiendo lástima por aquel alcohólico fracasado. Lo mejor para el galeno hubiese sido levantar la pistola y quitarse la vida; terminar con su patética existencia. Sin embargo, mientras Santiago sale del callejón, se escucha un estruendo que vela momentáneamente el repiqueteo de la lluvia, al tiempo que siente una violenta ráfaga en la espalda que lo empuja hacia la calle, acompañada de un dolor intenso. Santiago no voltea, con dificultad sigue andando...; ya no oye nada.


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