Frío intenso y humedad
envuelven la capital. La Plaza de la Constitución rebosa vida: vendedores
ambulantes, viajeros, indigentes, malabaristas. El bullicio es atravesado por
la música del quiosco y el tañido de las campanas.
El teniente Gilbert Meinl, enviado por el
gobierno alemán, acecha al espía que debe eliminar en suelo mexicano. Tras dos
días de cautelosa persecución se le presenta un escenario inmejorable.
Serpentea entre la multitud, aísla distracciones, prepara la embestida.
El espía azteca camina hacia la Catedral. Los
fieles, en lenta procesión, se agolpaban ante las puertas. El teniente acorta
distancias; teme perderlo en la ola de gente. Unos cuantos palmos, casi percibe
su olor. Su respiración se agita ante la posibilidad de acuchillar a la presa.
Desliza la mano sudorosa entre sus ropas y empuña la daga. Lamenta no llevar
puestos los guantes, pero no es momento de reflexiones: objetivo,
oportunidad, ejecución.
La entrada empieza a
descongestionarse. El aire helado lo espabila. Llena sus pulmones, concentra la
fuerza, tensa los músculos, pero alguien tira de su brazo en el último
instante. Un niño descalzo le pide caridad. La ocasión se ha esfumado.
El espía se santigua
frente a una capilla lateral, franquea un acordonado, y continúa por un pasillo
solitario.
Gilbert titubea. «¿Me
habrá descubierto?», reflexiona; pero, tras un rápido análisis de los sucesos
del día, desecha la hipótesis. Consciente de que cualquier segundo puede ser
decisivo, ingresa al corredor.
Las paredes engullen
la luz a cada paso. El alemán avanza con la seguridad socavada, siguiendo el
sonido de las pisadas que se adentran en un laberinto de bifurcaciones y
recodos que propaga ecos confusos. Al poco tiempo, la certeza de escuchar pasos
provenientes de distintas direcciones lo obliga a detenerse. Incertidumbre,
sugestión, nervios mellados. Los ecos se esfuman, los sonidos cesan. Gilbert
contiene la respiración. Quietud. Extrae la daga e ingresa por la primera puerta
que encuentra. De espaldas contra la pared, con el cuchillo en ristre, intenta
controlar su ritmo cardíaco para percibir cualquier movimiento. No obstante, el
silencio se espesa.
Un nuevo ruido le da
esperanzas: pisadas vacilantes. «¿Se habrá extraviado? ¿Intentará recomponer su
camino?», piensa, cuando a un par de metros observa un resplandor repentino: un
clérigo de edad avanzada enciende las velas de un candelabro.
—Hola, teniente —le
dice en alemán—. Veo que todavía no encuentra lo que busca.
—¿Quién es usted?
—Un sacerdote. ¿No le
parece obvio?
—No juegue conmigo.
El cura le acerca una
silla.
—Vamos, hablemos un
poco.
«¡Huye, huye ya!», le
ordena el instinto. Gilbert, sintiéndose acorralado, busca una salida, pero un
dolor agudo en el cuello, y una garra aprisionando el brazo con que sostiene el
puñal, lo neutralizan.
—No haga ningún
movimiento brusco, teniente —dice el sacerdote.
Despojado
del arma se sienta frente al clérigo. El cuchillo le es retirado del cuello. La
respiración de su captor le horada la nuca. De entre las sombras surgen siluetas
que se materializan como jurados dictando sentencia. Una extraña placidez lo
invade con la certeza de que morirá en ese lugar. El sacerdote le habla,
Gilbert ve su rostro deformándose mientras articula las palabras, pero ya no lo
escucha, la voz de sus pensamientos lo aísla. El recuerdo de su abuelo lo
reconforta; se despidió de él antes de embarcarse hacia América. Luego de meses
de viajes y persecuciones llega el alivio con el cuchillo que atraviesa su
pecho.
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