5 de diciembre de 2015

75

El día en que murió mi madre rompí el juramento que le había hecho a mi abuela Carmen quince años antes. Yo tenía apenas siete años cuando falleció mi abuela, sin embargo, recuerdo vívidamente aquella escena de gente ataviada de luto y rostros descompuestos. Las personas a las que yo más quería, y de quienes dependía en todos los aspectos, berreaban y se abrazaban como niños desamparados. Jamás volví a ver a esa gente de la misma manera. Contrastando con aquel espectáculo circense, dos seres guardaban compostura: mi padre y mi abuela Carmen, siempre preciosa, en ese momento más que nunca. En su rostro plácido se dibujaba una sonrisa discreta y pícara; irradiaba paz. En ella veía el número 29.

Me arrodillé, posé mi mano sobre la suya y le prometí no volver a ir a un velorio. Mi padre, que se encontraba detrás de mí, me dijo en tono sereno y con mirada de complicidad: «Haces bien, hijo, los sepelios solo deprimen más a la gente».

La ceremonia por mi difunta madre no fue diferente: atmósfera asfixiante, túnicas negras, rezos a media voz, familiares lejanos desconocidos, almas desvalidas. Salí al balcón a fumar un cigarrillo y observé a mi padre a la distancia, solo, con las manos en los bolsillos. Me detuve a su lado y lo miré pensativo, distante, sus ojos inyectados de tristeza, vidriosos. El chasquido del encendedor lo sacó de su abstracción.

—La misma marca que yo fumaba, hijo. ¿Me regalas uno? —me dijo fingiendo entusiasmo.
—No sabía que fumabas, Pa.
—Fumé hace muchos años, Carlos, y de no ser por tu madre, seguramente lo seguiría haciendo. —Mi padre, después de dar una gran bocanada, observó el cigarrillo con desencanto.
—Fue lo mejor, ¿no, Pa? Ya estaba sufriendo mucho con esa enfermedad.
—Sí, hijo, fue lo mejor... Estaremos bien.
En ese momento decidí comentarle lo que me inquietaba desde hacía unos días.
—Oye, viejo, hay algo que nunca le he dicho a nadie. En algunas personas veo números. No le había dado importancia hasta ahora que murió mi Ma, en ella siempre vi el número 47.

Mi padre se llevó de nuevo el cigarrillo a la boca; hizo una mueca y lo arrojó al suelo para desbaratarlo con la suela del zapato.
—Justo su edad, hijo... Y eso, ¿desde cuándo?
—Desde que tengo memoria, Pa; por ejemplo, en ti veo el número 59.
—Pues tu madre y yo nos casamos ese año, Carlos. Sin duda, uno de los días más felices de mi vida.
—No había pensado en eso... ¿Significará algo?
—Puede ser; pero es mucha coincidencia, ¿no? ¿Alguien más?
—Sí. En la abuela veía el 29.
—El año en que yo nací.

En ese momento se nos unió un pequeño grupo de fumadores y abandonamos la plática, pero no la reflexión. No volvimos a hablar al respecto, sino dos semanas después cuando mi padre me comentó que vendría a visitarnos mi tío Felipe.
—¡Ah...! 12 —afirmé.
—¿Te refieres a los números? ¿En Felcho ves el número 12? —Asentí con la cabeza—. Bueno pues, ahora que venga sabremos si el número le dice algo.

El tío Felipe era el mayor de los hermanos de mi padre. Siempre activo y jovial a pesar de sus incontables alergias: el bromista de la familia. Pasamos una velada agradable, su optimismo contagiaba a los que lo rodeaban. En un punto de la noche en que el vino y las risas nos habían despojado de la tensión del reciente sepelio, mi padre preguntó a mi tío si el número 12 le significaba algo. Mi tío palideció al instante, estaba dando un sorbo a su copa y poco faltó para que se ahogara. Me levanté de la silla para palmear su espalda al tiempo que mi padre le echaba aire con una servilleta. Mi padre hábilmente cambió de tema una vez que tío Felcho recobró su color.

Cuando mi tío se acercó para despedirse de mí, un velo de lobreguez seguía empañando su mirada; mi padre lo acompañó a su automóvil mientras yo recogía los trastes en la cocina. Salieron al pórtico y se quedaron allí más de media hora. Yo, ceñudo, pensaba en no volver a mencionar los dichosos números cuando mi padre entró con rostro severo. Caminó en círculos un par de minutos poniendo orden a sus ideas, al parecer, tratando de tomar una decisión. Me escrutaba y bajaba la mirada, una y otra vez, hasta que no aguanté más y le dije: «¡Anda, viejo! Escúpelo de una vez». Me hizo jurar que me llevaría tres metros bajo tierra lo que estaba a punto de confesar: al tío Felipe, una mujer —de quien se guardó el nombre—, lo había abusado sexualmente cuando tenía 12 años. Nunca supe qué explicación le dio mi padre al tío Felipe para justificar aquella pregunta aparentemente inofensiva, pero eso no importaba, supimos en ese momento que teníamos que seguir indagando al respecto... con la mayor discreción posible.

Empezamos con una pequeña lista de todas las personas en quienes veía números y la relación que los mismos tenían con sus vidas. Concluimos que solo los contemplaba en personas allegadas a mí: amigos o familiares. No había una lógica aparente en lo que cada número significaba para cada quien, lo único evidente era que representaban sucesos importantes en sus vidas. Decidimos hacer una especie de bitácora con objeto de encontrar un patrón, pero mientras más desmarañábamos aquella madeja, más la enredábamos. Fallecimientos, nacimiento de hijos, bodas, accidentes, acontecimientos buenos o malos, pero siempre trascendentes.

A medida que avanzaba nuestra investigación empecé a ver números en más personas, incluso en aquellas que no tenían ninguna relación conmigo. La primera vez fue en una ferretería, cuando me disponía a comprar algunas herramientas por encargo de mi padre. Al dar vuelta en un pasillo, observé a un hombre con el número 22. Me quedé estático. Pensé que podría ser alguien que no había reconocido, pero al retomar su marcha el individuo me miró de frente y pasó de largo, inexpresivo: un desconocido más. Mi padre pensó que tal vez el hecho de estar indagando al respecto me servía para ejercitar mi inusual cualidad; y así fue. A los pocos meses veía números en la mitad de las personas con las que me cruzaba.

Un día me encontraba en los pasillos de la facultad platicando con unos amigos cuando pasó mascullando a nuestro lado un muchacho con aspecto de pocos amigos: el estereotipo del rebelde sin causa; el que piensa que todo el mundo está en su contra y nadie lo comprende. Aunque en la Universidad se concentran todo tipo de personajes, y yo ya estaba acostumbrado a eso, este tipo me alteró porque por primera vez noté cuatro números en una persona: 7305. Lo seguí con la mirada, intrigado, hasta que llegó a su casillero; una vez que terminó de hurgar dentro de él lo cerró aparatosamente y continuó su camino. Me acerqué con sigilo a examinar la puerta maltratada del casillero que tenía un candado de combinación; atisbé hacia ambos lados del pasillo para cerciorarme de que nadie tenía su atención puesta en mí y proseguí a ejecutar la combinación de cuatro dígitos: 7305.

Cuando el candado se abrió no lo pude creer. Un escalofrío me sacudió violentamente. Abrí la puerta y ahí encontré sobre una cama de libros mal acomodados una pistola automática. Volví a asomarme a los pasillos y advertí con horror que su dueño se dirigía hacia mí, a unos quince metros de distancia, con la misma expresión hosca de antes. Fui incapaz de moverme. Cuando estábamos a un palmo de distancia, me empujó con tal fuerza que caí como un tronco podrido al piso. Con agilidad y determinación sacó el arma y, con la frialdad de quien pisa una hormiga, me disparó.

Cuando abrí los ojos, dos días después, descansaba en la cama de un hospital. Mi padre dormía sentado en una silla con medio cuerpo apoyado sobre una pequeña mesa, como un muñeco de plastilina derritiéndose al sol. Traté de hablarle; intenté despertarlo para que viera que me encontraba bien, pero mi voz se negó a obedecerme; estaba drogado y débil. La televisión empotrada en la pared pregonaba las noticias de la mañana; fue así como me enteré del suceso.

El imbécil sin nombre había matado a cuatro estudiantes y herido a otros cinco antes de quitarse cobardemente la vida. La rabia y la impotencia me carcomían cuando mi padre apagó el televisor; por su aspecto intuí que había permanecido todo el tiempo a mi lado, tenía el aspecto de un indigente. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Nunca lo había visto así, ni siquiera cuando murió mi madre. Fue también la primera vez que reconocí un número a través de una pantalla; en la reportera, el 63.

Un domingo en que el cielo se caía a cántaros, estaba aburrido en la antesala cambiando los canales de la televisión cuando apareció Hitler en la pantalla. El número 1123 me brincó desde aquella imagen en blanco y negro. Le grité a mi padre.
—¿Qué pasa, hijo?
—¡Pa, mira! ¡Hitler tiene el 1123!
—¡Voy por la enciclopedia!
—¡No! ¡Trae una pluma... Stalin, 0503!


Fueron varios los genocidas que aparecieron en ese programa: Hitler (1123), Putsch de Múnich en noviembre de 1923. Stalin (0503), al principio pensé que se refería a la fecha de su fallecimiento, pero mi padre encontró que fue también un cinco de marzo la masacre del bosque de Katyn. Mao Zedong (0721), en julio de 1921 asistió al Primer Congreso del Partido Comunista. De muchos otros no encontramos la relación que tenían con sus números; sin embargo, llegamos a la conclusión que podrían ser datos imposibles de conocer, como el del asesino de la Universidad, quien ostentaba el número de la combinación de su casillero.

Pasaron algunos años y el tema de los números fue quedando en el olvido. Me empeñé en relegarlos y llevar una vida normal. Para cuando terminé mis estudios en la Universidad ya veía números en todas las personas, incluso las que salían retratadas en revistas y periódicos. Con el tiempo, la cifra 95 empezó a aparecer con frecuencia, sobre todo en niños. Habían sido muy pocos los números repetidos que recordaba, pero éste en especial, cada año era más común.

Me casé y tuve tres hijos. Reconozco que sentí cierta inquietud al ver que cada uno de ellos nacía con el mismo número: 95. Mi padre murió el año en que nació su tercer nieto. Nunca me atreví a hablar de los números con nadie más; ni siquiera con mi esposa.


La semana pasada, mientras esperaba en la recepción de un consultorio medico hojeando una revista de ciencia, leí que estaba por inaugurarse, en marzo del noventa y cinco, el mayor experimento científico de la historia; con participantes de más de cuarenta naciones. Pasé las hojas buscando el artículo principal y quedé petrificado al ver la imagen del director del proyecto. No lo conocía, pero fue la primera vez que vi seis números en una persona: 160395.



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